En el Teatro Colón se puso días atrás en escena “Theodora”, una obra musical del compositor prusiano Georg Händel, de 1750, pero en una versión moderna. El autor de la misma, el periodista Franco Torchia, le incorporó textos de la teóloga feminista argentina Marcella Althaus-Reid, interpretada por la actriz Mercedes Morán, que despertaron duras críticas en sectores conservadores.
Theodora fue una mártir cristiana, ejecutada en la ciudad turca de Antioquia hacia el siglo III, mientras su amante, el soldado romano Didymus, se debate entre su deseo de salvarla y la obediencia debida a la autoridad imperial. De eso trata “Theodora”, el clásico oratorio en tres actos, cuya actualización abrió la polémica. En el escenario de la obra, dirigida por Alejandro Tantanian, se proyecta un texto de Althaus-Reid: “Nuestros dioses son queer porque son lo que queremos que sean”. Una reivindicación de un politeísmo queer, es decir de género no binario o fluido.
Marcella Althaus-Reid, ya fallecida, fue una militante y catedrática feminista, bisexual, doctora en Teología, profesora en el New College de la Universidad escocesa de Edimburgo, directora de la Asociación Internacional de Teología Queer y autora de los libros Teología Indecente (2000) y El Dios Queer (2003).
Según Tantanian, esta puesta teatral permite “una discusión más contemporánea sobre los feminismos y las minorías sexuales” y “pensar a la figura de Marcella como a la de una mártir, de alguien que no se sujeta al orden instituido y lucha por sus propias convicciones ofreciendo hasta su propia vida por esa libertad de credo”. Torchia agregó: “Creo que la historia de los mártires no reconoce siglos, y frente al poder religioso y al poder político siempre hay determinados cuerpos que son las primeras víctimas: a la cabeza, indudablemente está el cuerpo de las mujeres”.
¡Dinosaurios de sotana, atrás!
La Corporación de Abogados Católicos denunció que la obra incluye hechos “lesivos para la libertad religiosa” y, como se produjo en el ámbito del gobierno porteño, cuestionan al ministro del área por “mal desempeño de sus funciones”. Muy similar al reciente ataque retrógrado de ACIERA, la confederación de entidades evangélicas, contra la serie televisiva “El Reino” y su coguionista, la escritora Claudia Piñeiro. Una vez más, hacemos nuestra la consigna de León Trotsky contra la censura: “¡Total libertad para el arte!”
Pero en este caso, la ofensiva oscurantista contra la libertad artística y de expresión fue más allá: en un comunicado, la Conferencia Episcopal Argentina calificó la obra como “una pretendida expresión artística” en la que “se bastardearon y blasfemaron la fe y la religiosidad con palabras que no se pueden aceptar referidas a la Virgen María”. Por su fuera poco, la CEA les reclamó a las autoridades “que velen por una sociedad sana y democrática, en la que se respeten todos los símbolos sagrados, de cualquier religión que sean, tanto como se respeta y defiende la libre expresión de los artistas”.
Es decir, otra vez esa institución antiderechos llamada Iglesia Católica se posicionó acusando a una obra artística de blasfema y pidiendo al poder político censura en nombre del respeto a los símbolos sagrados. Esta excusa de la blasfemia, que es una ofensa o injuria verbal a un supuesto dios, es totalmente absurda ya que no toda la sociedad considera sagrados a tales o cuales símbolos. Ya con la Revolución Francesa, en 1789, la propia burguesía abolió el concepto medieval de blasfemia al establecer las libertades democráticas de cultos y de prensa. No obstante, bajo otros nombres, la evangélica Cynthia Hotton y otros legisladores antiderechos intentan introducirla como delito en el Código Penal.
En este marco, y entre otros conceptos que no compartimos, un grupo de intelectuales objetó con certeza la postura de la CEA: “en una sociedad democrática, plural y abierta la blasfemia solo puede producirse en la esfera misma de la religiosidad… Una palabra o una imagen pronunciada o inscripta en el mundo profano -y por tanto laico y secular- no puede, por definición, ser blasfema”. Y rechazaron “el fervor inquisitorio con que la Conferencia Episcopal exige a las autoridades que ejerzan censura confesional sobre la producción artística”[1].
Entre la quema de brujas por la Inquisición católica ayer y esta injerencia de los obispos argentinos o los fanáticos talibanes de hoy sólo hay diferencias de grado, pero el criterio de fundamentalismo y fanatismo religioso es el mismo. Es una razón más para seguir luchando por la total separación de Iglesia y Estado, como lo planteamos desde el espacio unitario OLA (Organizaciones Laicistas Argentinas), que integramos. Es hora de anular los millonarios subsidios públicos, que salen de nuestros bolsillos, con los que el Estado banca los colegios religiosos y les paga los sueldos y jubilaciones a esos mismos obispos dinosaurios que pretenden censurar el arte -y la vida- para imponernos sus dogmas.
[1] Sergio Bufano, José Emilio Burucúa, Emilio de Ípola, Rafael Filippelli, Adrián Gorelik, Alejandro Katz, Lucas Martín, Hinde Pomeraniec, Hilda Sábato, Beatriz Sarlo, Hugo Vezzetti.