Compartimos a continuación el trabajo realizado por el escritor marxista Pablo Francescuttti, publicado originalmente en la Agencia SINC.
Los seres humanos fueron libres hasta que la civilización trajo la servidumbre y la esclavitud. O lo eran, pero vivían en una guerra civil permanente que hizo necesario el Estado pacificador. Los dos relatos dominan la explicación sobre el origen de la desigualdad. El amanecer de Todo contrapone más variedad: federaciones sin jefes permanentes, obras públicas gestionadas por usuarios, reyezuelos que solo mandaban en invierno, aristocracias guerreras y ciudades gobernadas por consejos municipales.
Hasta la invención de la agricultura, los humanos formaban pequeñas bandas de cazadores y recolectores donde imperaba la igualdad. Pero la domesticación de los cereales y el ganado produjo excedentes, y la lucha por su apropiación, sumada a la creciente complejidad social, desembocó en la aparición de reyes, guerreros, sacerdotes o escribas. El resultado inevitable fue el surgimiento de Estados basados en la desigualdad, patriarcado incluido. Esta visión del tránsito del neolítico a la civilización, pergeñada por Rousseau y Hobbes, ha dominado a la arqueología, la historia, la antropología y la filosofía política, y sigue presente en autores como Jared Diamond y Yuval Harari.
Para refutarla, David Graeber —de la London School of Economics — y David Wengrow —del University College of London— han integrado en El amanecer de Todo las últimas pesquisas arqueológicas en una novedosa comprensión del origen de la desigualdad.
Un eje central de su revisión es el papel de la agricultura. En el relato convencional, los cereales fueron la ‘fruta prohibida’ que puso fin al reino de la igualdad y abrió la puerta a la familia patriarcal, la propiedad privada y el Estado (“el pacto con el Diablo”, referido por Harari). Graeber y Wengrow nos atiborran de ejemplos de cómo la agricultura no trajo desigualdad. Para muestra, el ayllu, la comuna preincaica que distribuía las tierras colectivamente para que nadie tuviera más ni menos que los demás. Tampoco era la opción obligada: numerosos pueblos renunciaron a ella para volver a la caza y recolección (los constructores de Stonehenge); y otros cultivaban unos meses del año y el resto vivían de recursos silvestres (los moradores de las orillas del Nilo y el Éufrates).
Otro eje es el urbanismo. Se creía que los asentamientos fueron una consecuencia de la agricultura; ahora se sabe que cazadores y recolectores construyeron complejos monumentales como Göbekli Tepe (Turquía) y urbanizaciones como Cahokia (EE UU), con hasta 15.000 habitantes. Cuestionando la idea recibida de que todas las ciudades requieren una centralización administrativa, los registros arqueológicos informan de urbes sin centros políticos o religiosos, pues muchas eran gestionadas por consejos municipales, incluso bajo las monarquías. En breve: su expansión no aparejó necesariamente la desigualdad. La aristocracia, sostienen, no nació en Nínive o Babilonia sino en las sociedades “heroicas” de las tierras altas, cuyos guerreros, al imponerse sobre las poblaciones agrícolas, se transformaron en la casta creadora de imperios ensalzada en La Ilíada.
El papel del patriarcado
Hay trazas de igualitarismo por doquier. Los españoles se asombraron del escaso poder de los caciques norteamericanos. En Tlaxcala, una meritocracia no vitalicia decidió unirse a Hernán Cortes contra los aztecas. En la cercana Teotihuacán, sus habitantes dejaron de alzar monumentos a los dioses para construirse viviendas de calidad. Sin embargo, la versión que Graeber y Wengrow ofrecen de la opresión patriarcal resulta menos convincente, un fallo serio en cualquier historia de la desigualdad.
Si bien señalan que las mujeres y sus saberes tuvieron un papel relevante en el paleolítico y en la Edad de Bronce (los consejos de iroquesas que elegían a los jefes de familia y gestionaban el clan en ausencia masculina; el realce de las figuras femeninas en los frescos de Akrotiri), no explican cómo los hombres acapararon el poder familiar, económico y político.
Tomando el testigo de Pierre Clastres, el discípulo ácrata de Levi-Strauss que afirmaba que los paleolíticos rechazaban los liderazgos por temor a su deriva en dinastías opresoras, nuestros autores llegan más lejos y exponen la fluidez existente. En primavera, las autoritarias bandas cazadoras-recolectoras se congregaban en complejos monumentales a celebrar cultos, banquetes y todo tipo de intercambios en un clima igualitario. Durante la caza del bisonte, las confederaciones indias de Norteamérica instituían una policía con licencia para matar que luego disolvían.
Si el Estado es la combinación del monopolio de la violencia con el control del conocimiento (burocracia) y el carisma personal (líderes electivos), vemos que, hasta no hace mucho tiempo, reinos e imperios eran “excepcionales islas de jerarquía política rodeadas de territorios mucho más vastos cuyos habitantes […] sistemáticamente evitaban los sistemas de autoridad fijos y abarcadores”, concluyen.
Contra Rousseau, dejan claro que nunca existió un edénico estado de naturaleza. Antes de la civilización había desigualdad, jerarquías, cautiverio o machismo. Contra Hobbes, prueban que hubo asimismo colaboración e igualitarismo: un indio podía viajar desde los Grandes Lagos hasta el delta del Mississippi gozando de la hospitalidad de clanes con su mismo ancestro totémico. El destino de los prisioneros en las tribus americanas ilustra la complejidad reinante: o los adoptaban como hermanos o los sacrificaban entre tormentos.
Con un manejo enciclopédico de las excavaciones sobre los últimos 30.000 años, Graeber y Wengrow acuden a la noción de cismogénesis (el cisma en uno o dos grupos resultante de su interacción) para explicar por qué los vecinos de los agricultores rechazaban su modo de vida y los nómadas se negaban a imitar a los urbanitas. En otras palabras: la identidad propia era más valorada que las ventajas materiales que les brindarían otras tecnologías y pautas de vivienda.
El amanecer de Todo es un alegato en contra del determinismo que considera a la agricultura el motor de la evolución social, de las concepciones unilineales de la historia y de la inevitabilidad de ciertos recorridos históricos; y una defensa de la creatividad y la autonomía humana para imaginar, aplicar o rechazar un sinfín de opciones políticas. Su apología es coherente con la militancia de Graeber en el movimiento Occupy, del cual fue impulsor. Al terminar de leerla se hace evidente la pérdida que su reciente fallecimiento en Venecia, a los 59 años de edad, ha supuesto para la antropología comprometida con la lucha contra la desigualdad que corroe a la civilización actual. Porque, como dicen los autores, el sinuoso camino al Estado estuvo jalonado por experimentos que combinan libertad, jerarquía y autonomía.