domingo, 22 diciembre 2024 - 13:23

Haciendo memoria. Relato breve sobre la muerte de Agustín Tosco

Había llovido, creo. No está claro en mi memoria, solo que la tarde cerró con una caída de granizo que bajó de golpe la temperatura de una primavera caliente. Eso recuerdo.

Era el 5 de noviembre de 1975 y nunca pude reconstruir cómo la noticia nos llegó. Como si fueran imágenes de una trama onírica, todo comienza en la avenida Colón a la altura de Arturo Orgaz. Mi padre me tiene de la mano, muy fuerte, al borde del dolor. Me ha hecho repetir más de 10 veces las reglas: No soltarme, seguirlo a él y a sus compañeros, no correr, escuchar las indicaciones en todo momento. Yo he jurado y perjurado y le dicho que no se preocupe, que está claro. Tengo apenas 10 años de edad. Eso recuerdo

El cortejo había partido de Redes Cordobesas, ya llevaba más de 35 cuadras al momento que lo encontramos. Me asombró, primero, la multitud, luego los cánticos y consignas. Sonaban a bronca, a pena, a dolor. Aparece impreciso el recuerdo de un antes donde mi padre debate con sus compañeros. Les dice que no hay amenaza que valga, que si no pueden ni siquiera enterrar a sus muertos es que ya han ganado. Mi padre gesticula, vocifera, se exalta. Eso recuerdo.

Pudo haber sido la sede de su sindicato (Papeleros) o un local de reunión impreciso. Mi padre me lleva al patio, me dice que vamos acompañar a Tosco al cementerio, que no sabe si lo han matado, que ya no fueron al velorio, que hay que ir. Que no me preocupe, él me va a cuidar. Luego vienen el listado de indicaciones y reglas que debo repetir una y otra vez. Mi padre fuma con una ansiedad desconocida. Eso recuerdo.

Cuando nos pudimos acercar al féretro en el coche fúnebre descubierto, a pesar del cordón de seguridad, me llamará para siempre la atención una corona de flores inmensa con una estrella de claveles rojos sobre flores blancas. Llegamos a la calle Pedro Zanni y doblamos hacia el cementerio. La columna se estrecha y los cánticos se aceleran exultando bronca. Conozco ese acrecentamiento de volumen y de voces, lo he vivido en las tribunas de la cancha de Belgrano los domingos que me escapo de casa y logro colarme. La cercanía de la cancha de Belgrano, quizás, me activa el reconocimiento rápido de la situación. Mi padre aumenta, aún más, la presión sobre mi mano y me pega a su lado dificultándome caminar. Eso recuerdo.

Llegamos al parque del cementerio, bastante alejados de la cabecera fúnebre. La estrechez de las calles y la decisión y empuje de las columnas más organizadas nos han relegado lejos del féretro que ya está por ingresar al cementerio. Fue ahí. No tengo precisiones. Un estampido, alguna corrida. Mi padre me tira al piso. Cae sobre mí, Me cubre con todo su cuerpo. Siento gritos, detonaciones, tableteos y unos silbidos que tardaré años en comprender. Siento la respiración entrecortada de mi padre y su voz que repite como en un mantra: tranquilo. Eso recuerdo.

Pasó un momento o una eternidad. Nunca lo sabré. La tarde se oscureció de golpe. Las nubes, la lluvia y el granizo han complementado el escenario de miedo. De pronto algo cesa. Las detonaciones. Mi padre le grita a alguien que hay heridos. Que vamos hacia la avenida. Que salgamos. A pesar de mis 10 años me levanta en sus brazos y corre. No sé cuánto. No sé adónde. Llegamos a casa y le estallan los reproches de todo tipo y de todos lados. Mi padre me mira casi avergonzado. Yo, un poco asustado aún, como puedo le sonrío. Le quiero decir, nunca podré hacerlo, que hoy me he sentido hermanado y orgulloso de él. Eso recuerdo

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