El 14 de julio de 1975, La Plata fue escenario de un crimen político que anticipó con claridad la violencia sistemática que se consolidaría un año más tarde con el golpe de Estado de 1976. Ese día fue asesinado Rubén Cartier, intendente de la ciudad, en un contexto marcado por la escalada represiva durante el gobierno constitucional de Isabel Perón.
El ataque fue perpetrado por la Concentración Nacional Universitaria (CNU), un grupo paramilitar de extrema derecha, con rasgos abiertamente fascistas, que actuaba con tolerancia, cuando no connivencia, de sectores del Estado. La muerte de Cartier fue parte de una trama amplia de persecución política y eliminación de adversarios.
Cinco décadas después, el asesinato de Cartier vuelve a interpelar al presente, no sólo por el juicio todavía en curso, pero por lo que revela sobre los años previos a la dictadura y por la disputa actual en torno a su significado.
En un momento de reavivamiento del negacionismo, que antes se expresaba con vergüenza y hoy se exhibe con orgullo, ninguna discusión puede darse por cerrada. La batalla por la memoria sigue abierta, porque no se trata únicamente del pasado, sino del sentido común, de la interpretación histórica y de los consensos políticos que ordenan el presente.
1975 y el terrorismo de Estado no reconocido
Hablar de terrorismo de Estado en la Argentina suele remitir, casi de manera automática, a la dictadura iniciada en marzo de 1976. Esa lectura, funcional y tranquilizadora, desplaza el foco de un problema más profundo. Mucho antes de que los militares tomaran formalmente el poder, ya operaba una maquinaria represiva que combinaba legalidad institucional, violencia paraestatal y un discurso de orden orientado a disciplinar a la sociedad.
El asesinato de Rubén Cartier se inscribe en ese escenario. Un Estado que aún se presentaba como democrático habilitaba, en los hechos, prácticas propias del terror. Durante el gobierno de Isabel Perón, la represión dejó de ser un fenómeno excepcional y comenzó a consolidarse como política. La CNU y la Triple A no fueron desvíos ni excesos, sino herramientas concretas de un proyecto reaccionario que buscaba aniquilar a la militancia política y social.
Este terrorismo de Estado no reconocido funcionó de manera deliberadamente encubierta. Todavía no existía el sistema de centros clandestinos que se impondría tras el golpe, pero sí una práctica sostenida de persecución, amenazas y asesinatos que instaló el miedo como forma de control.
Revisitar 1975 desde esta perspectiva implica romper con el relato que separa artificialmente democracia y terror. Reconocer ese proceso no relativiza la responsabilidad de la dictadura, sino que la explica. El horror no comenzó en marzo de 1976, fue el resultado de una construcción política previa, impulsada desde arriba, cuyas continuidades todavía incomodan.
Los responsables, la protección estatal y los silencios del peronismo
El asesinato de Rubén Cartier tuvo responsables concretos, identificados desde los primeros años. Entre ellos se encuentran Carlos Ernesto “Indio” Castillo y Juan José “Pipi” Pomares, ambos integrantes de la CNU.
Lejos de ser juzgados, ambos atravesaron las décadas posteriores al crimen, incluso el período de redemocratización, sin enfrentar consecuencias penales, no por una falla judicial, sino porque nadie con poder real quiso que fueran juzgados. Cuando el Estado evita juzgar a sus propios cuadros, no fracasa, cumple una función.
El ingreso de Pomares a la Municipalidad de La Plata en 1991, durante la intendencia de Julio Alak, no puede leerse como un dato administrativo ni como un desliz del pasado. Fue una señal política. Un integrante de la CNU, señalado por múltiples testimonios como partícipe de secuestros, torturas y asesinatos, fue incorporado al Estado por el mismo espacio político que había gobernado cuando la CNU operaba.
Ahí aparece con nitidez la hipocresía del peronismo, un movimiento que reivindica su tradición popular y su rol como víctima del terrorismo de Estado se niega a asumir que también albergó y protegió a organizaciones responsables de asesinatos políticos. La CNU no fue un cuerpo extraño ni un desvío menor, fue parte de una estrategia de disciplinamiento que nunca fue revisada en serio.
Esa negativa se reproduce en la política de la memoria. Mientras se multiplican los homenajes selectivos y los relatos épicos, los crímenes cometidos por grupos paraestatales ligados al peronismo siguen sin nombre ni responsables. No es un olvido involuntario, es una forma de encubrimiento que permite sostener un relato limpio a costa de borrar a las víctimas incómodas.
El problema no es simbólico ni histórico. Es político y actual. Mientras el peronismo no asuma su responsabilidad en la protección de la CNU y de sus ejecutores, seguirá administrando una memoria recortada, funcional al poder y enemiga de la verdad.
Cincuenta años después la disputa sigue abierta
El 14 de julio de 2025 se cumplieron cincuenta años del asesinato de Rubén Cartier, a pocos meses de que también se cumpla medio siglo del golpe de Estado de 1976. El aniversario se inscribe en un contexto en el que los crímenes cometidos por la CNU y la Triple A siguen, en su mayoría, impunes, mientras el terrorismo de Estado y el genocidio perpetrado por la dictadura vuelven a ser cuestionados y relativizados desde distintos espacios de poder.
Esa persistencia deja en evidencia que la violencia no fue una ruptura repentina. Fue el resultado de un proceso político previo, organizado y sostenido, cuyas responsabilidades continúan siendo evitadas.
La conmemoración estuvo atravesada por un gesto que expuso los límites del discurso oficial. En el acto de homenaje, el actual intendente de La Plata, Julio Alak, inscribió la figura de Cartier dentro de una lectura estrictamente partidaria, destacándolo como ex jefe comunal y dirigente del justicialismo, sin abrir ninguna reflexión sobre el contexto político y represivo en el que fue asesinado.
No fue un error ni una distracción. El acto evitó mencionar a la CNU, a sus responsables y a las responsabilidades políticas involucradas, al tiempo que volvió a circular versiones sin sustento, como la idea de un supuesto “ajuste de cuentas”, utilizadas para justificar el crimen. Esa interpretación fue desmentida incluso por la propia hija de Cartier, presente en el homenaje.
A cincuenta años del crimen, el problema ya no es la falta de información ni la dificultad para reconstruir los hechos. El núcleo del conflicto es la persistencia de un relato que organiza el pasado según conveniencias partidarias y separa víctimas y victimarios de manera funcional. Homenajear a Cartier sin nombrar a quienes lo asesinaron ni a las protecciones políticas que los ampararon confirma que la disputa por la memoria sigue vigente.

En ese marco, la reciente entrevista realizada a Claudia Cartier, hija de Rubén Cartier, aporta un testimonio central para comprender el alcance político del crimen y las operaciones de silenciamiento que lo rodearon. Su palabra, anclada en la memoria familiar y en los hechos, confronta las versiones que buscan relativizar el asesinato y devuelve al centro del debate aquello que muchos insisten en dejar al margen.
Marcela Gottschald

