Gracias, Miguel. Crónica de una hincha que creció con la última Libertadores

Esa noche del 20 de junio de 2007 todavía vive en mi cabeza con la nitidez de las cosas que nos marcan para siempre. Tenía 12 años. Mi hermana y yo sentadas frente al televisor, la casa en penumbras y el corazón latiendo con los colores azul y oro. En la pantalla, Riquelme era un dios tranquilo y el equipo de Russo jugaba como si estuviera destinado a ganar. Cuando el árbitro pitó el final, Boca era campeón de América una vez más. Afuera, los fuegos artificiales dibujaban luces sobre el barrio y nosotras salimos corriendo al patio, gritando, riendo, sintiendo que estábamos viendo algo que no se iba a repetir tan fácil.

Con el tiempo entendí que esa Copa no fue sólo una más. Fue la Libertadores. La última que levantamos. Y ahí estaba Miguel Ángel Russo, el técnico callado, el hombre de perfil bajo que parecía tener un pacto con el silencio. Russo hacía de la humildad una forma de liderazgo.

En una época donde el fútbol se llenó de discursos grandilocuentes y técnicos que quieren ser estrellas, él fue distinto: trabajador, sereno, respetuoso. Boca con él no necesitaba hablar: jugaba, ganaba y hacía historia.

Años después, cuando volvió al club, lo hizo con la misma calma de siempre, enfrentando incluso una enfermedad con la entereza de los que no se rinden. Nos volvió a dar una alegría, otro título local, en medio de una etapa complicada. Su sola presencia transmitía algo que en Boca a veces parece olvidarse: que la fuerza también puede venir del silencio, y que la grandeza no necesita ruido.

Y cuando parecía que ya había dado todo, volvió una vez más. En uno de los momentos más calientes y convulsionados del club. Con el ruido mediático, las internas, las presiones, las miradas puestas en el Mundial de Clubes. Miguel no vino por un contrato, ni por figurar. Vino porque amaba a Boca. Porque sabía que su sola presencia traía calma, orden, respeto. Y eso, en tiempos donde el fútbol parece perder el alma, vale más que cualquier resultado.

Por eso, cada vez que vuelvo a ver las imágenes de aquella final contra el Gremio, siento lo mismo que aquella nena en el patio: la emoción pura, la felicidad de ver a Boca en lo más alto. Pero ahora, también, una gratitud enorme por ese tipo sereno que supo guiarnos sin necesidad de protagonismo.

Gracias, Miguel, por aquella noche eterna. Por tus regresos llenos de amor al club. Por enseñarnos que el fútbol, cuando se hace con alma,deja huellas para siempre.

Grisel Lyardet

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