El escenario económico que atraviesa el país, en este cierre de año, se ha vuelto cada vez cada vez más complicado para millones de familias trabajadoras que ven como los ingresos se van erosionando día tras día. Mientras el gobierno Intenta apuntalar su relato de estabilidad financiera, apoyándose en un dólar inmóvil y el endeudamiento, la realidad en las góndolas de los supermercados y los almacenes de barrio cuenta una historia muy diferente.
En las últimas semanas, los precios de los alimentos han experimentado una aceleración alarmante, con aumentos que en algunos casos llegan al 8% mensual, desmintiendo categóricamente la teoría oficial de que la recesión y la baja emisión monetaria domarían la inflación por sí solas. La comida, algo impostergable, se vuelve cada vez más inaccesible, empujando a miles de hogares a recortar consumos básicos y a endeudarse simplemente para poder comer.
De acuerdo con la información de los comercios minoristas y las grandes cadenas, muestran que los productos de primera necesidad como los panificados, las bebidas y las infusiones han sufrido remarcaciones semanales que superan el 1%, acumulando subas mensuales muy por encima de cualquier negociación paritaria. El caso de la carne es uno de los más relevantes: en menos de un mes, los cortes vacunos aumentaron un 35%, convirtiendo el asado, o incluso unas simples milanesas en un lujo para pocos. Las grandes empresas alimenticias, como Arcor, Bimbo o Coca Cola, justifican estos incrementos alegando que, ante la caída brutal de las ventas, necesitan recomponer su rentabilidad aumentando los márgenes de ganancias por unidad vendida. Una lógica totalmente perversa, donde si venden menos porque la gente no tiene plata, suben los precios para ganar lo mismo o más, descargando el costo de la crisis sobre los consumidores que ya no tienen donde ajustar.
Pero esta espiral inflacionaria, que amenaza con convertir a noviembre en el mes con el índice más alto de la segunda mitad del año, viene acompañada de otra cara aún más dramática de la recesión: el cierre de fuentes de trabajo. La caída del consumo, provocada deliberadamente por el plan de miseria del gobierno, ha comenzado a cobrarse víctimas no solo entre los pequeños comercios, sino también entre las grandes cadenas de supermercados. En los últimos días, firmas históricas como Vea, Yaguar y Caromar, han anunciado el cierre de sucursales en distintos puntos del país, dejando a cientos de trabajadores en la calle.
El caso de Caromar, dueño de la marca “El Coloso”, es de una brutalidad patronal tremenda, propia de los tiempos de Milei. Los empleados de cuatro sucursales en el conurbano bonaerense y Mar del Plata se encontraron con las persianas bajas y un telegrama de despido, sin previo aviso y con la amenaza de cobrar solo el 50% de sus indemnizaciones.
Esta ola de cierres y despidos no es un fenómeno aislado ni producto de una mala gestión empresarial puntual, sino la consecuencia directa de un modelo económico que ha destruido el poder adquisitivo de la población. Cuando los salarios pierden por goleada contra la inflación y las tarifas de luz y gas aumentan un 300% o un 600% (desde el inicio del gobierno de Milei), el consumo interno se desploma inevitablemente. Los supermercados mayoristas, que suelen ser un refugio para las familias que buscan precios más bajos, registran caídas de ventas superiores al 6%, su peor registro en el año.
Mientras en los barrios se hace malabares para poner un plato de comida en la mesa y se vive con la angustia de perder el empleo, la Casa Rosada y sus aliados se preparan para un verano de sesiones extraordinarias en el Congreso con el objetivo de profundizar el ajuste. El tratamiento del Presupuesto 2026, que convalida los recortes en salud y educación, y la insistencia con una reforma laboral que busca eliminar indemnizaciones y precarizar aún más la vida del trabajador, son la demostración de que el plan de Milei no tiene otro horizonte que la transferencia de ingresos de los trabajadores a los grupos económicos concentrados.
Estamos ante un ataque integral a las condiciones de vida de la clase trabajadora, donde la inflación en alimentos y los despidos son dos caras de la misma moneda de ajuste. No se puede permitir que las empresas descarguen su crisis de rentabilidad sobre el hambre del pueblo ni que cierren sucursales dejando familias en la calle mientras fugan capitales.
Es fundamental romper con la tregua establecida por la burocracia sindical para enfrentar este modelo de hambre y desocupación, exigiendo la reapertura de las paritarias, el control de los precios y la prohibición de despidos. Con todas las promesas de ajuste en el horizonte es imperioso salir a las calles para enfrentar todo esto y no dejar que todas estas consecuencias del plan de gobierno se naturalicen como un paisaje cotidiano en la Argentina de Milei.

