lunes, 23 diciembre 2024 - 01:23

Estados Unidos. Caos, conflicto y una creciente crisis constitucional

Este artículo fue publicado originalmente en el número de septiembre de la revista impresa Alternativa Socialista.

El mal mayor es obviamente Trump y la extrema derecha del Partido Republicano. Es él, y no Harris, quien amenaza con la deportación de 13 millones de seres humanos y la criminalización de las personas queer. Harris y el Partido Demócrata son males menores en comparación. Pero eso no les quita lo malo.

La política electoral burguesa en Estados Unidos ha entrado en una época de inestabilidad sin precedentes ejemplificada por tres acontecimientos. Primero, el catastrófico debate del presidente Joe Biden y el consiguiente desplome en las encuestas, que parecían condenar a los demócratas a una derrota segura. Después, el casi asesinato de Donald Trump y, según él, su salvación divina, seguidos de su triunfal Convención Nacional Republicana, que parecían asegurarle presidencia del país y quizás la captura de ambas cámaras del Congreso por parte del Partido Republicano.

Finalmente, en una jugada desesperada para salvar su destino electoral, los aportantes capitalistas y los burócratas demócratas intervinieron para destronar a Biden y coronar a la vicepresidenta Kamala Harris como la nueva candidata. Ahora la elección parece ser un empate cuyo resultado es, ahora mismo, impredecible. Se verá afectado por todo tipo de sorpresas, nacionales e internacionales, de aquí a noviembre. Gane el partido que gane, Estados Unidos tendrá un gobierno dividido, paralizado e incapaz de implementar el programa completo del vencedor, y enfrentado a una oposición política intransigente que acelerará lo que ya es una crisis constitucional creciente.

Inestabilidad política mundial

La inestabilidad electoral en Estados Unidos es, de hecho, la norma en todo el mundo. Hoy existen pocos regímenes democráticos o autoritarios estables. ¿Por qué? Porque las múltiples crisis del capitalismo global están minando el apoyo popular a los Estados casi sin excepción.

Solamente miremos los jefes de gobierno que se reunieron en la última cumbre del G7. Todos ellos, desde Biden a Emmanuel Macron, pasando por el recientemente derrocado Rishi Sunak, tenían índices de aprobación mínimos. Lo mismo puede decirse de las autocracias capitalistas, desde Rusia, donde Vladimir Putin se enfrentó a un golpe de Estado el año pasado; hasta China, cuya población, hace apenas un par de años, protagonizó protestas y huelgas masivas contra la draconiana política de Covid Cero de encierro en hogares y lugares de trabajo impulsada por Xi Jinping.

De esta forma, las crisis del capitalismo están socavando el establishment capitalista, impulsando la polarización política a derecha e izquierda e intensificando los conflictos externos entre Estados en todos los niveles de la jerarquía imperialista. Las rivalidades entre potencias establecidas y potencias emergentes, entre las que destaca la de Estados Unidos y China, son cada vez mayores, al igual que los conflictos entre éstas y las potencias regionales, que frecuentemente se producen por el control de naciones oprimidas, como Palestina, Ucrania y Taiwán.

Dentro de los Estados-nación, los partidos y regímenes del establishment son incapaces de abordar las demandas de las clases debajo de ellos. Esto ha abierto la puerta a sus oponentes, normalmente fuerzas de extrema derecha y sus partidos. Pero cuando estas fuerzas llegaron al poder han sido incapaces de imponer regímenes estables, porque no pueden resolver ni las crisis del capitalismo ni su desigualdad creciente. De hecho, sus políticas las agravan.

En los raros casos en que partidos de izquierda y reformistas, como Syriza en Grecia, han logrado ganar el poder gubernamental, ellos también se encontraron limitados por el Estado y la economía capitalista, incapaces de cumplir sus promesas y obligados a hacer concesiones. La decepción con su gobierno, a su vez, ha vuelto a abrir la puerta al establishment capitalista y a la extrema derecha para recuperar el poder.

El fracaso de los gobiernos a la hora de aportar cualquier tipo de solución ha desencadenado revueltas desde abajo tanto de la clase obrera y los oprimidos como de la pequeña burguesía desquiciada. Pero en este momento la izquierda revolucionaria es demasiado pequeña y no está lo suficientemente implantada como para consolidar las luchas de masas por la reforma y un desafío al sistema, lo que permite al establishment y a la derecha cooptar y canalizar los movimientos hacia sus proyectos electorales, o simplemente reprimirlos con la mayor brutalidad.

Un enfoque socialista de la política electoral

En esta época de inestabilidad política los socialistas debemos desarrollar un enfoque estratégico de las elecciones. No somos anarquistas, no descartamos las elecciones como irrelevantes para la lucha de clases. La política electoral es uno de los campos de batalla de la lucha de clases.

Debemos enfrentar a quienes nos gobiernan en todos los frentes, desde el económico al social, el ideológico y el político. No podemos ignorar o abstenernos de dar la batalla en ninguno de esos frentes. Si dejamos la política electoral únicamente en manos de las fuerzas capitalistas y de extrema derecha, eso sólo les da más poder para tener mayor influencia sobre la política, la ideología y las prioridades organizativas de los trabajadores y los grupos oprimidos. Ignorar las elecciones es un riesgo para nosotros mismos.

Por eso Engels sostenía que los trabajadores de todo el mundo debían formar un partido político propio para dirigir la lucha en todos los frentes de la guerra de clases, incluida la disputa contra los partidos gobernantes en las elecciones. Éstas son un medio para conquistar la independencia política, ideológica y organizativa de nuestra clase respecto de nuestros gobernantes; y una forma, si la usamos adecuadamente, de agitar la lucha desde abajo por reformas radicales en el camino hacia la transformación revolucionaria de la sociedad.

En EEUU tenemos un sistema político excepcional. A diferencia de la mayoría de los países, no tenemos un partido socialdemócrata o laborista, sino dos partidos de la clase, el Demócrata y el Republicano. Ambos están financiados y controlados por la clase capitalista y se utilizan para promover sus intereses, no los nuestros.

Sin embargo, los partidos no son lo mismo, y desde la década de 1930, han operado de diferentes maneras. Los republicanos han sido el principal partido del capital, su equipo A. Los demócratas han sido el Equipo B, que ha salido del banco cuando el Equipo A fracasó, prometiendo reformas progresivas para preservar el sistema y evitar la formación de un partido independiente de los trabajadores y los oprimidos. Existen para cooptar a la izquierda y neutralizar la lucha social y de clases.

La transformación del sistema bipartidista de Washington

Hasta la Gran Recesión, los dos partidos han compartido el compromiso con el neoliberalismo en casa y la hegemonía imperial en el exterior, y las diferencias entre ellos han sido de grado, no de tipo. Pero en la época de crisis actual esta configuración política se ha visto radicalmente alterada. Trump, un lumpen capitalista ajeno a los dos partidos, ha transformado al Partido Republicano en un partido de extrema derecha, similar al de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen en Francia. Ha encontrado una base electoral entre los propietarios de pequeñas empresas y los sectores desorganizados, empobrecidos y alienados de la clase trabajadora, especialmente, pero no exclusivamente, los trabajadores blancos golpeados por la desindustrialización y el neoliberalismo.

El Partido Republicano trumpista actual aboga por soluciones nacionalistas autoritarias a las crisis reales del capitalismo. Su programa se encarna en el Proyecto 2025, el nuevo libro de la Fundación Heritage, escrito por Kevin Roberts. Aunque Trump lo niega, su grupo de expertos lo diseñó y su candidato a vicepresidente, el execrable “shillbilly” J. D.

Vance, escribió el prólogo por encargo de la fundación. La mayoría de las ideas del Proyecto terminaron como viñetas en la plataforma del Partido Republicano, enfatizadas en el clásico estilo trumpista con encabezados en negrita y letras mayúsculas.

El Proyecto 2025 aboga por una política exterior nacionalista que dé prioridad a Estados Unidos y se oponga a las alianzas multilaterales de Washington como la OTAN, aboga también por aumentos masivos de aranceles proteccionistas, desregulación radical y recortes de impuestos para los ricos, el desmantelamiento del llamado Estado administrativo, y la declaración de guerra cultural contra los grupos oprimidos, especialmente la gente de color, las mujeres, las personas queer y los inmigrantes. Refleja los intereses de un sector estrecho de capitalistas medios con alta tolerancia al riesgo en el sector tecnológico, especialmente ligados a Criptomonedas e Inteligencia Artificial, junto con los intereses de corporaciones de orientación nacional y de la intolerancia resentida de los propietarios de pequeñas empresas y profesionales de movilidad descendente.

Con Biden el Partido Demócrata ha reemplazado al Partido Republicano como el principal partido del capital. Cuenta con el grueso del respaldo capitalista, y ha forjado una base electoral en los sectores altos de la clase media profesional y gran parte de la clase obrera sindicalizada.

Biden ha desarrollado una estrategia de keynesianismo imperialista para lograr varios objetivos interrelacionados. Ha tratado de reciclar las alianzas de Estados Unidos contra China y Rusia, de implementar una política industrial para reconstruir la industria estadounidense (especialmente en alta tecnología para competir con China) y de ofrecer un programa de reformas progresivas para restaurar la hegemonía capitalista sobre las clases populares. Así busca evitar el desafío del Partido Republicano de extrema derecha, y al mismo tiempo cooptar y neutralizar a los socialdemócratas que están dentro del Partido Demócrata, como Bernie Sanders y Alexandria Ocasio Cortez. Sin embargo, el programa de Biden ha demostrado ser completamente inadecuado para abordar las crecientes demandas de las clases trabajadoras y oprimidas golpeadas por la inflación. Tampoco ha logrado superar las crisis metastásicas del sistema, especialmente como el cambio climático que está causando catástrofe tras catástrofe, con olas de calor insufribles, inundaciones, incendios forestales y tormentas que causan estragos desde California hasta Vermont.

Peor aún, su proyecto de reafirmar la hegemonía imperial de Estados Unidos, en particular apoyando a Israel en su guerra genocida contra Palestina, ha llevado a palestinos, árabes, musulmanes, negros y jóvenes multirraciales a oponerse a su administración. Todos ellos no lo ven como un progresista, o como Sanders persiste en llamarlo “el presidente más progresista desde FDR”, sino como un criminal de guerra que merece con razón el apodo de Joe el Genocida.

El implacable apoyo de Biden a Israel combinado con el movimiento de masas en solidaridad con Palestina socavaron su auto-propaganda, que asegura que Washington es un protector del orden basado en las llamadas normas internacionales. También condenó sus posibilidades de reelección, ya que cientos de miles de personas en los estados más disputados se unieron al “Movimiento de los No Comprometidos” en las primarias del Partido Demócrata, incluido el estado de Michigan, decisivo en la disputa.

Sus políticas, su incapacidad mental demostrada en el catastrófico debate con Trump, y sus crímenes de guerra hicieron caer sus índices de aprobación y deprimieron, alienaron y enfurecieron a la misma base electoral que necesitaba para la reelección. Eso permitió a Trump, otro candidato ampliamente despreciado, ampliar su ventaja sobre Biden y parecer seguro ganador de las elecciones presidenciales e incluso de que los republicanos vuelvan a controlar ambas cámaras del Congreso.

Harris y la resurrección del establishment del Partido Demócrata

La coronación demócrata de Harris ha transformado estas elecciones casi de la noche a la mañana. Han sustituido a un candidato titubeante por otra competente, y la están promocionando como una mujer negra y surasiática para volver a motivar a los aportantes capitalistas, a los activistas del partido y a lo que era una base electoral desmoralizada.

Existe un verdadero entusiasmo por ella y la sensación de que ahora podría ganar. Su popularidad es un eco del atractivo que Obama utilizó para convertirse en el primer presidente negro del país. Capitalistas y pequeños aportantes han reabierto los grifos de sus contribuciones, vertiendo en julio 310 millones de dólares en la campaña de Harris. Ella organizó llamadas telefónicas masivas de activistas del partido y mítines con grandes multitudes estridentes.

Harris también se ha beneficiado del torpe lanzamiento de la candidatura Trump/ Vance tras la Convención del Partido Republicano. Trump echa claramente de menos a Biden como su antiguo oponente indefenso y solo se le ha ocurrido ataques racistas y misóginos contra Harris, lo que puede consolidar su base derechista pero probablemente le hará perder apoyo entre los votantes indecisos de los suburbios.

Por su parte, Vance ha demostrado ser poco mejor en los discursos de campaña que el repugnante y sin carisma Ron De Santis. Se ha visto atrapado tratando de justificar los ataques misóginos contra las mujeres del Partido Demócrata como “señoras de los gatos sin hijos” y de explicar su catálogo de viejas denuncias contra su jefe, Donald Trump. Sin duda Trump se arrepiente de haber elegido a este aprendiz y podría despedirlo en un arrebato de ira.

Debemos ser claros, sin embargo, en que Harris sólo ha cambiado la atmósfera de la campaña, no la naturaleza de clase del partido Demócrata o su programa imperialista keynesiano. Como señala The New York Times, ha rechazado a la izquierda, ha abrazado al establishment y se ha posicionado como una competente defensora del historial de Biden.

Como muestra de hasta qué punto se ha movido hacia la derecha, Harris presume ahora de su carrera como fiscal “dura contra
el crimen” y, en un esfuerzo por defenderse de los ataques republicanos, promete promulgar restricciones fronterizas extremas si es elegida. Las migajas que ofrece a los trabajadores y a los oprimidos son recicladas del programa Build Back Better de Biden, que el Congreso rechazó y probablemente volverá a rechazar en el futuro.

Sin embargo, incluso si se promulgan, esas leves reformas no abordarán los profundos problemas de la clase trabajadora y los oprimidos.
Eso incluye su promesa de luchar por el derecho al aborto. En el mejor de los casos, los demócratas restablecerían el statu quo anterior, cuando Roe era la ley del país.

En el peor de los casos, como han hecho antes, utilizarán su posición a favor del aborto para consolidar el apoyo electoral, pero cuando se enfrenten a la intransigente oposición republicana abandonarán su promesa de relegalización nacional.

Y, por supuesto, no lucharán para restablecer la financiación pública del aborto. El cambio real para esta y todas nuestras otras demandas debe ser organizado desde abajo. En ningún sitio está esto más claro que con respecto a Palestina. Aunque ella ha expresado su simpatía por los palestinos masacrados en Gaza y ha pedido un alto al fuego, nunca se ha opuesto al apoyo, el financiamiento y al armamento incondicional de Biden para que Israel lleve a cabo el genocidio.

De hecho, lo ha defendido a capa y espada. Como vicepresidenta, ha sido cómplice del genocidio. Y como candidata en espera ha reiterado su apoyo al llamado derecho de Israel a la autodefensa (algo que un invasor no tiene, según el Derecho Internacional) y ha
condenado las protestas de los activistas solidarios.

El callejón sin salida del mal menor

Dicho esto, hay que ser claros: los dos candidatos y partidos no son lo mismo y es un error de la ultraizquierda caracterizarlos así. El mal mayor es, obviamente, Trump y el Partido Republicano de extrema derecha. Es él, y no Harris, quien amenaza con la deportación de 13 millones de seres humanos y la criminalización de las personas queer. Harris y el Partido Demócrata son males menores en comparación. Pero eso no les exonera de ser males. Su apoyo a Israel, el aumento récord de la producción de combustibles fósiles y la represión masiva en la frontera lo demuestran sin lugar a dudas. Ambos candidatos y partidos son malos, pero de maneras diferentes. Trump y el Partido Republicano son enemigos abiertos de los sindicatos y de los grupos oprimidos, a pesar de haber acogido en su Convención al traidor Sean O’Brien- presidente del sindicato Teamsters- y a tal o cual orador o persona influyente de color.

Harris y los Demócratas son un partido capitalista que promueve los intereses de esa clase cooptando y neutralizando a la izquierda y las luchas sociales y de clase. Las canalizan de vuelta a los confines del progresismo capitalista y a los retoques del sistema, unos retoques que son totalmente inadecuados para satisfacer las necesidades de la gran mayoría.

La llamada izquierda pragmática sostiene que apoyar el mal menor es la única forma realista de detener el mal mayor, ganar espacio para
que nuestro bando construya sus fuerzas y, con el tiempo, construir una alternativa política. De hecho, los últimos cuatro años han desmentido decisivamente cada una de estas afirmaciones.

Lo más evidente es que apoyar al mal menor no ha frenado el ascenso de la derecha en EEUU. Incluso después de todas las condenas
por el 6 de enero, Trump y el Partido Republicano no sólo sobrevivieron, sino que han expandido sus fuerzas y ampliado su base.

Debido a que la izquierda, los movimientos sociales y los sindicatos abandonaron la oposición a Biden y los demócratas, y dejaron, en general, de luchar por nuestras demandas más radicales, Trump y el Partido Republicano se presentan ahora como la única oposición. Como resultado, Trump en este momento lidera las encuestas nacionales y en los estados disputados del colegio electoral.

El costo de los últimos cuatro años para la izquierda, los movimientos sociales y los sindicatos ha sido extremo. Una vez que nuestro bando apoyó a Biden y a los demócratas en 2020, estos, en el mejor de los casos, aplicaron su programa, no el nuestro, y, en el peor, se adaptaron a la derecha.

Como resultado, cuatro años después, la izquierda, los movimientos sociales y los sindicatos son en su mayoría más débiles, están más desorganizados y tienen menos confianza. Las únicas excepciones a esta norma son sindicatos como el UAW, que se han organizado y han hecho huelga contra sus jefes, y el movimiento de solidaridad con Palestina, que consolidó a la opinión popular contra la guerra genocida de Israel, ayudó a que Biden abandonara su campaña y consiguió importantes victorias en los campus de todo el país.

La izquierda, los movimientos sociales y los sindicatos deben extraer las lecciones de los últimos cuatro años. La agitación implacable y la lucha por nuestras reivindicaciones es lo que triunfa, no quitarse las botas de marcha, guardar los carteles de los piquetes, abandonar el campo de batalla y apoyar el mal menor con la vana esperanza de detener el mal mayor. Ese es el camino hacia una derrota segura a corto y largo plazo.

Los socialistas y las elecciones de 2024

Independientemente del resultado de estas elecciones, nos dirigimos a la parálisis política en Washington y a una crisis constitucional inminente. Incluso con el subidón de azúcar tras la coronación de Harris como candidata demócrata, las elecciones están, en el mejor de los casos, empatadas a solo tres meses. El resultado no lo determinará el voto popular, sino siete estados disputados que inclinarán el antidemocrático Colegio Electoral hacia uno de los dos candidatos.

La contienda presidencial podría decantarse hacia cualquier lado, dependiendo de los giros de las campañas y de los acontecimientos impredecibles que se produzcan en el país y en el mundo. En las elecciones al Congreso, los dos partidos se repartirán los votos por un margen estrecho, dando paso a un gobierno débil de partido único o dividido. En cualquier caso, lo más probable es que las mayorías escasas y un mandato débil produzcan una parálisis política.

Si Trump gana, intentará aplicar su programa de nacionalismo autoritario con el beneplácito de la mayoría de extrema derecha de la Corte Suprema. Los demócratas en el Congreso y en los estados que controlan se opondrán a las medidas más extremas de Trump, como la deportación masiva o la criminalización de las personas queer, incluso negándose a obedecer sus órdenes. Eso abriría una crisis constitucional.

Si gana Harris, Trump no aceptará el resultado, no solo porque no cree en la democracia, sino porque se enfrenta a un enjuiciamiento seguro y a una probable condena por varios delitos graves. Bajo amenaza de cárcel, animará a su desquiciada y fiel base de militantes de extrema derecha a organizar protestas, incluso violentas, como las que presenciamos el 6 de enero. Ya hay neonazis marchando en muchas ciudades como Nashville.

El Partido Republicano le seguirá en su oposición a todo lo que Harris proponga tanto a nivel federal como estatal, y la Corte Suprema apoyará sus esfuerzos. Así, incluso en el caso de una victoria de Harris, estaremos sometidos a una parálisis política y a una crisis constitucional.

Ante este sombrío panorama, ¿qué debe hacer la izquierda? En primer lugar, no debemos discutir con los individuos sobre lo que hacen en las urnas. Esa no es la cuestión clave ni el debate que hay que mantener. En su lugar, debemos argumentar que los activistas, los movimientos sociales y los sindicatos no debemos gastar nuestro tiempo, dinero y energía haciendo campaña por Harris como mal menor.

Esos recursos deberían gastarse en construir luchas sociales y de clase independientes por nuestras reivindicaciones. Imaginen lo que podríamos hacer con los 310 millones de dólares que Harris recaudó en julio. Imaginen lo que podríamos hacer con las miles de horas de voluntariado dedicadas a su elección. Imaginemos las organizaciones y sindicatos que podrían crearse, los fondos de huelga que podrían ser reforzados, las huelgas y protestas masivas que podrían ser organizadas.

Al plantear este argumento estratégico, no debemos tratar a nuestros hermanos de la izquierda y de los sindicatos y movimientos que no están de acuerdo con nosotros como oponentes a los que hay que denunciar y descartar.

Por el contrario, debemos debatir con ellos como nuestros camaradas en una lucha común. Esto es crucial, porque tendremos que unirnos y luchar juntos luego de estas elecciones contra la derecha y el establishment capitalista.

Y deberíamos encontrar puntos de acuerdo en los próximos tres meses, sobre todo en las reivindicaciones que apoyamos juntos. Deberíamos animarles a que se unan a nosotros en la agitación por reformas como Medicare para todos, un New Deal verde, legalización de todos los inmigrantes, un alto el fuego permanente de la guerra genocida de Israel y el fin inmediato de toda la ayuda estadounidense a Israel, entre muchas otras reivindicaciones.

En los sindicatos y movimientos debemos hacer hincapié en que no debemos apoyar a Harris y a los demócratas si estos no apoyan nuestras demandas. Esto es especialmente cierto para el movimiento de solidaridad con Palestina, y nuestra exigencia de que se ponga fin a la guerra y a toda la ayuda estadounidense a Israel.

Como Noura Erakat escribió recientemente sobre Harris: “Apoyarla sin exigir esta concesión tan básica es estratégicamente miope y contraproducente”. Fundamentalmente, tenemos que defender la independencia política y organizativa de nuestros movimientos y sindicatos respecto al Partido Demócrata.

Nuestras luchas sociales y de clase independientes son la clave para obtener cualquier victoria inmediata contra la oposición de ambos partidos, trazar un camino a través de su inminente crisis constitucional y construir un nuevo partido socialista que dirija la transformación revolucionaria del sistema capitalista en quiebra.

Por Ashley Smith, militante del Colectivo Tempest de EEUU y escritor socialista

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