Desde su aprobación a mediados de los años noventa, las semillas transgénicas y los agrotóxicos nunca fueron regulados. El Estado no tiene datos claros sobre sus usos y mucho menos las cantidades. En los últimos años, las denuncias y las movilizaciones contra las fumigaciones con agroquímicos han ido en aumento.
Cada 3 de diciembre se conmemora en todo el mundo el Día Internacional de Lucha contra el uso de Agrotóxicos y por la Vida, fecha en la que se recuerda el desastre ocurrido en 1984 en la ciudad de Bhopal, India. Se filtraron cerca de 45 toneladas de venenos en una planta de pesticidas, propiedad de la empresa norteamericana Union Carbide (posteriormente adquirida por Dow Chemical), tras lo cual fallecieron cerca de 12 mil personas y decenas de miles fueron afectadas con enfermedades crónicas.
A pesar de los esfuerzos económicos y las enormes cifras millonarias destinadas a publicidad mediática, los jaques de la agroindustria no han podido ocultar los problemas derivados del uso de agrotóxicos en los últimos cincuenta años. Dichas problemáticas ya no son exclusivas de zonas rurales alejadas: en los últimos años los efectos de los agrotóxicos se han convertido en un problema ambiental y de salud pública alrededor del mundo. Negar que los agrotóxicos contaminan el agua, la tierra, las plantas, la comida, los animales y los seres humanos es como querer tapar el sol con la palma de la mano, una verdadera estupidez.
Los agrotóxicos en su mayoría son productos derivados de la industria militar, que en gran parte tuvo que reinventarse tras la segunda guerra mundial. El inicio de su expansión se dio en el marco de la planificación capitalista denominada “Revolución Verde”, cuyo principal objetivo era extender la producción de alimentos a través del control de plagas y aumentar el rendimiento por hectárea, y de ese modo acabar con el hambre en el mundo.
Sin embargo, la realidad nos permite afirmar que se trataron de falsas promesas: la famosa Revolución Verde de los capitalistas sólo ha servido para incrementar las ganancias de unos pocos e incrementar los problemas sociales y ambientales. El problema del hambre, tantas veces usado como caballo de troya por los voceros de la agroindustria, va de mal en peor. Según organizaciones como Unicef, alrededor del 10% de la población mundial tiene dificultades para acceder a la alimentación diaria.
Argentina, el reino de la fumigación
El uso de agrotóxicos es uno de los principales pilares del modelo del agroindustrial en el continente latinoamericano y sobre todo en nuestro país, en donde existen planes impulsados desde las esferas más altas del poder político. Uno de ellos es el Plan Agroindustrial Sostenible (PAIS) 2020-2030, que promueve la concentración de la tierra en pocas manos y el lobby empresarial para obtener ganancias económicas extraordinarias.
La época de los commodities es defendida a capa y espada por los empresarios dedicados a la venta de semillas transgénicas de soja, maíz, trigo, “diseñadas” para soportar los efectos de los agrotóxicos, herbicidas e insecticidas que las mismas empresas producen. En nuestro país los mayores exponente son Syngenta y Bioceres, que actualmente controlan gran parte del negocio agroindustrial.
Según estimaciones, en la Argentina se utilizan anualmente algo más de 500 millones de litros de venenos para la siembra y cosecha de semillas transgénicas. La cifra surge de investigaciones privadas, ya que el Estado argentino no cuenta con datos oficiales a pesar de los números pedidos de organizaciones socioambientales, familiares y víctimas del entendimiento a cielo abierto.
El uso de agrotóxicos en la Argentina tiene una larga historia de resistencia, y producto de esas luchas existen al menos 28 fallos judiciales que prohíben o limitan las fumigaciones con agrotóxicos en 8 provincias.
Sin embargo, a diario vemos como dichas regulaciones no se cumplen. En otros casos, el poder judicial actúa a favor de las corporaciones, como sucedió en la provincia de Entre Ríos en año 2019: la corte suprema de dicha provincia cedió ante las presiones del gobernador Gustavo Bodert y el ex-presidente Mauricio Macri, y permitió fumigar a solo 100 metros de las poblaciones rurales, escuelas, etc.
En síntesis, la transformación de Argentina en el “reino de la fumigación” no ha sido un hecho azaroso, sino parte de un plan económico capitalista que ubica a los países del sur como zonas de sacrificio. Al servicio de la generación de ganancias para la clase capitalista, que especula con la producción de alimentos y otras materias primas.
Desde la aprobación del tipo de soja transgénica en la Argentina el 23 de marzo de 1996, se ha incrementado la venta de químicos como atrazina, 2-4D, endosulfán, paraquat, glufosinato de amonio, dicamba. Cada uno de ellos, letales para la vida humana y extremadamente dañinos para la naturaleza.
Una lucha por la vida
El surgimiento de asambleas contra los agrotóxicos se ha multiplicado en los últimos años, y ya superan centenar en toda la región pampeana de Argentina y son miles alrededor del mundo.
La defensa de la vida y de la naturaleza, amenazadas por la lógica extractivista capitalista, encuentra a las juventudes y las poblaciones afectadas en la primera línea de batalla. Ejemplo de eso fue la lucha del pueblo de Malvinas Argentinas en Córdoba, que evitó la instalación de Monsanto, actualmente Bayer, que ponía en riesgo a todo un pueblo. Ni las promesas de trabajo pudieron convencer a una ciudad movilizada que recibía apoyo de numerosos rincones del mundo.
Fue ahí cuando el maestro, investigador y ex presidente del CONICET Andrés Carrasco, especializado en biología molecular y en biología del desarrollo, tomó un papel clave en demostrar los efectos trágicos de la fumigación sistemática sobre los pueblos. Él, que era un hombre del embrión de la comunidad científica hegemónica, demostró que la ciencia debía estar al servicio de los pueblos, no de las corporaciones. Y puso todo al desnudo en los medios de comunicación. Dicha voluntad le valió la persecución el interior del CONICET.
Su lucha a favor de las poblaciones no fue en vano. Fue un claro ejemplo de que las convicciones no se venden al mejor postor. Y además reveló que las campañas de desprestigio impulsadas por las empresas y referentes de la agroindustria son enormes cuando ven que revela ante millones los daños que producen, como lo hizo la campaña “Basta de Venenos” en los últimos días.
Las evidencias científicas dejan en claro que la famosa Revolución Verde capitalista fue un fracaso en todas las dimensiones: no solucionó el problema del hambre, contribuyó a la concentración de riquezas, promovió desmontes de miles de hectáreas de bosques y selva nativa, las semillas transgénicas requieren de millones de litros de venenos para controlar las malezas y ni así lo logra. Miles han muerto a causa de las agrotóxicos y millones padecen enfermedades crónicas relacionadas a la exposición permanente.
Es tiempo de revertir la lógica de producción, como proponemos desde el MST-FIT Unidad y la Red Ecosocialista: la producción de alimentos debe estar bajo control de las poblaciones y no de los ricos. Qué, cómo y para qué producir debe orientar la política de reforma agraria integral y un plan de reforestación. La agroecología es un horizonte posible de concretar y de ello dependerá en gran modo la preservación del planeta.