Celibato, voluntad y misoginia. La distancia ética entre la soberanía sobre el propio cuerpo y la retórica de la ultraderecha-incels

El reciente testimonio de la cantante Rosalía sobre su elección de un celibato voluntario —entendido como una estrategia de autodefensa psíquica y un resguardo esencial para su proceso de creación y su integridad emocional— nos obliga a trazar una línea divisoria radical. Su postura, anclada en la soberanía personal y la gestión consciente de la propia intimidad, exhibe el contraste lacerante con la ideología de los autodenominados célibes involuntarios o incels. Aquí no hablamos de una mera diferencia de estado civil, sino de un abismo ético y una polarización política que sitúa a la autonomía femenina en el centro de la batalla cultural de la ultra-derecha.

La voluntad como acto: la ética de la autonomía

La elección de una persona y, en este caso, de una figura pública femenina de suspender la actividad sexual y afectiva es, ante todo, un ejercicio irrenunciable de la autonomía sobre el propio cuerpo. El celibato voluntario emerge como un acto de responsabilidad emocional, donde la persona asume que su bienestar no puede ser externalizado o hipotecado a la disponibilidad del afecto de otres. Posiblemente tenga que ver con establecer límites o con negarse a participar en dinámicas que se intuyen dañinas, priorizando la salud mental y la producción personal.

Esta postura, en un contexto patriarcal, puede leerse desde una dimensión política. La figura de la mujer disponible, la que debe ser receptora pasiva del deseo masculino, es un pilar de la dominación. La mujer que dice “no, ahora no; yo decido mi tiempo y mi energía” subvierte esa expectativa. No hay resentimiento ni victimización en esta elección, sino una ética del cuidado propio que se sostiene sin exigirle nada a nadie. Se trata de un principio de respeto fundamental: la libertad sexual incluye, obligatoriamente, la libertad de no tener sexo.

La “Involuntariedad” como patología política: el enlace entre incels y la ultra-derecha

La ideología incel se articula precisamente sobre la negación de esta soberanía. Su sufrimiento por el celibato se ha desprendido de cualquier atisbo de introspección. Se situa en una retórica de odio sistemático y una plataforma de adscripción política, responsabilizando al conjunto de las mujeres de lo que siente como su desgracia individual.

El celibato de los incels no es una fatalidad; es una consecuencia de la propia toxicidad vincular generada por la masculinidad hegemónica. Estos varones han sido socializados bajo la promesa capitalista-patriarcal de que el acceso al cuerpo femenino es un derecho adquirido, un privilegio que les corresponde por su género. Y cuando la realidad, mediada por la autonomía femenina y la elección de les otres, contradice este supuesto derecho, la herida narcisista es canalizada a través de un mecanismo de proyección violenta: la culpa es externalizada hacia las mujeres y, en un movimiento ideológico clave, hacia el “sistema” que supuestamente las ampara.

Aquí es donde la emergencia de los incels se vincula orgánicamente con las nuevas plataformas de la ultra-derecha y el neo-fascismo. La extrema derecha capitaliza esta frustración masculina, ofreciéndo una narrativa simplificada y un chivo expiatorio: el feminismo, el progresismo y las mujeres en general son las responsables de su fracaso y de la “destrucción de la familia tradicional”. La indignación machista se convierte en un voto político y en una herramienta de movilización reaccionaria.

El discurso incel, al negar la validez de la elección femenina y objetivar los cuerpos, se convierte en un agente de la cultura de la violación. Al postular la teoría de la “deuda sexual” desmantelan cualquier noción de consentimiento. Para el incel, el sexo no es un encuentro entre sujetos autónomos; es una transacción obligatoria que la mujer le debe por existir. La violencia machista, la violación y el femicidio se legitiman en esta lógica como actos de castigo contra el rechazo a saldar esa deuda ficticia. La “involuntariedad” es, por lo tanto, la máscara detrás de la voluntad de ejercer dominación.

La dirección de la rabia y la injusticia de la desprotección

La crisis de la masculinidad, que deriva en la toxicidad incel, no opera en un vacío socioeconómico. Se profundiza en un sistema capitalista que, al cargarnos de precariedad y exclusión neoliberal, genera una clase de varones que sienten que lo único que les queda por controlar es el cuerpo femenino.

Mientras los feminismos socialistas y los feminismos populares luchan contra un Estado que, bajo la lógica del ajuste (como el que estamos viendo con el gobierno de Milei en Argentina, que recorta presupuestos sociales, cierra refugios para víctimas de violencia y prioriza el pago de la deuda externa por sobre la inversión social), abandona a las mujeres más vulnerables, el incel, paradójicamente, apunta su frustración hacia las víctimas. La rabia debería dirigirse al sistema que precariza la vida, pero el odio se dirige al eslabón más vulnerable: las mujeres que ejercen su autonomía.

Esta interconexión revela que el problema no es solo psicológico, sino estructural: el capitalismo patriarcal utiliza la violencia de género como herramienta de disciplinamiento social. Las organizaciones feministas de base, las asambleas y el colectivo Ni Una Menos han demostrado que la respuesta no es individual, sino colectiva, en la calle, exigiendo presupuestos con perspectiva de género y transformaciones socialistas que desarmen la matriz de opresión.

La elección de Rosalía es en última instancia soberana, Y aunque no transforme las estructuras de poder es más que legítima y defendible. Aún  asi será la organización y lucha colectiva contra el sistema capitalista-patriarcal la que pueda pretender la igualdad arrebatada.

La virulencia de los incels nos recuerda que la misoginia es un pilar ideológico de la ultra-derecha. La salida para todes, especialmente para les más vulnerades, será entonces la lucha colectiva contra el ajuste, el odio y la violencia, bajo la consigna de un socialismo feminista que redistribuya poder y recursos, garantizando que la vida, el deseo y la autonomía no sean privilegios de clase, sino derechos inalienables.

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