«¿Viva la Comuna?» Así titula The Guardian una nota sobre el 150º aniversario de la Comuna de París. El diario británico resalta que la Comuna no es reivindicada por la historia oficial francesa como la Revolución burguesa de 1789 o el Mayo de 1968. También a nivel internacional hoy la Comuna genera más división que consenso.
Una pancarta de la poderosa huelga ferroviaria que sacudió Francia hace dos años señalaba: «No nos importa mayo del 68, queremos 1871». Mientras tanto, la inocua propuesta de la intendenta de París de plantar un árbol conmemorativo de los comuneros es recibida con una ola de rechazo por amplios sectores de la casta política francesa.
La iniciativa es atacada por «provocadora» y «apologista de la violencia». No es ninguna casualidad que mientras los sectores más radicalizados de la clase obrera reivindiquen a la Comuna, la alta sociedad francesa siga condenando esa experiencia revolucionaria.
Una confrontación inasimilable
La Revolución Francesa de 1789 culminó en el ascenso al poder de la burguesía moderna en el mundo. Hoy, sus contradicciones son relativizadas para hacerla simbolizar el triunfo de la democracia sobre la tiranía y el surgimiento de la civilización humanitaria. El Mayo francés también ha sido asimilado en gran medida. Sus aspectos más radicalizados, y la gigantesca huelga general que puso en jaque al gobierno de De Gaulle, se esconden o minimizan para presentar a ese proceso sólo como un necesario cuestionamiento intelectual y moral a los aspectos más retrógrados de la sociedad capitalista de entonces.
Pero la Comuna es inasimilable. A diferencia de 1789, que elevó la actual clase burguesa al poder, se sublevó contra la misma. A diferencia de 1968, que enfrentó a un gobierno burgués, la Comuna derrotó al gobierno de la Tercera República francesa, lo expulsó de su capital, y tomó el poder en sus manos. Esta es la razón por la cual la Comuna sigue dividiendo aguas y por la cual la ideología burguesa no la puede asimilar, no la puede esterilizar y reivindicar como propia: porque demuestra que los trabajadores podemos derrotar a la burguesía, podemos tomar el poder y podemos gobernar por nuestra cuenta.
El primer gobierno obrero
Cuando el gobierno de «defensa nacional» de la naciente Tercera República encabezada por Adolfo Thiers intentó retirar los cañones de París que estaban en manos de la Guardia Nacional para cumplir con los términos de la rendición que había firmado con Prusia, el pueblo parisino se rebeló. Thiers y su gobierno tuvieron que huir de la ciudad y reubicarse en los palacios monárquicos de Versalles. Los siguieron la mayor parte de los oficiales del ejército regular y la burguesía parisina.
La ciudad quedó entonces en manos de los trabajadores y su Guardia Nacional, que establecieron un gobierno provisional y convocaron a elecciones para formar un Concejo Comunal. Lo que surgió de dichas elecciones fue el primer gobierno obrero de la historia. De arranque la Comuna destruyó una de las mentiras más grandes que la ideología burguesa aún hoy reproduce: que los trabajadores no podemos autogobernarnos, que la estabilidad social y la administración de gobiernos sólo la pueden mantener especialistas políticos, abogados y empresarios exitosos.
Cuando el Concejo Comunal inauguró su primera sesión el 28 de marzo de 1871, casi la mitad de sus miembros eran obreros, y el resto eran profesionales, artesanos y pequeños comerciantes. La mayoría eran republicanos radicales, neo-jacobinos o revolucionarios independientes, como se hacían llamar. Y una importante minoría estaba compuesta por prudonianos, anarquistas y socialistas afiliados a la Asociación Internacional de Trabajadores, la Primera Internacional, que tenía a Marx entre sus principales dirigentes.
La clase obrera parisina de 1871 no era el proletariado industrial numeroso y concentrado que protagonizaría las revoluciones del siglo XX. Estaba repartida en cientos de talleres pequeños, y los más grandes, situados en la periferia de la ciudad, llegaban a concentrar unos pocos centenares de trabajadores y trabajadoras. Sin embargo, a la cabeza de su propia revolución, lograron coordinar, tomar el poder y centralizarlo en un gobierno efectivo. Es un dato que deben esquivar los sectores posmodernos, que sostienen que la dispersión y la precarización de la clase obrera en el siglo XXI la descartan como el sujeto de la revolución anticapitalista y socialista.
El cielo por asalto
Los comuneros de París procedieron a implementar una serie de medidas que la ideología dominante y todo el espectro de reformistas y posibilistas de hoy insisten en considerar imposible, impracticable o irrealista.
Absolvieron las deudas de los inquilinos, artesanos y comerciantes; restauraron los salarios y pensiones de la Guardia Nacional; abolieron el trabajo nocturno; establecieron salarios mínimos y prohibieron reducciones salariales; habilitaron a los trabajadores de empresas abandonadas por sus dueños a ocuparlas y ponerlas a trabajar. Otra medida clave fue igualar los salarios de los funcionarios al salario obrero promedio, que Lenin y Trotsky retomarían décadas después para evitar los privilegios burocráticos en la administración del Estado ruso tras la revolución de 1917.
Contra la Iglesia fueron contundentes. La separación del Estado y la Iglesia, que aún hoy en muchos países aparece como algo extremadamente radical, los comuneros la concretaron de un plumazo y de manera completa. Desvincularon a la Iglesia por completo de la educación, suprimieron los salarios que cobraba el clero del Estado y expropiaron sus propiedades y bienes.
Los comuneros se quedaron cortos en un punto estratégico: no tocaron los bancos. En particular, no expropiaron el Banco Nacional de Francia que, estando dentro de París, quedó en manos del gobierno de Thiers. Sin embargo, esto fue por un error político del propio Concejo Comunal y no porque no hubieran podido hacerlo. Como también quedó la duda histórica de si podría haberse extendido la revolución si hubieran marchado contra Versalles inmediatamente después de la insurrección.
El legado y la actualidad de la Comuna
Marx escribiría sobre los logros de la Comuna: «La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor. Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de un gobierno del pueblo por el pueblo».
La experiencia global de la Comuna de París demuestra, por sobre todo, que cuando la clase trabajadora se levanta contra el poder burgués y tiene la convicción de hacerlo no hay obstáculo que no pueda superar. Fue el ejemplo y el modelo que siguieron los bolcheviques en la Revolución Rusa y es un ejemplo aún de cómo los trabajadores y trabajadoras podemos ejercer el poder.
La burguesía también tiene claridad sobre este punto. Masacrar a 30.000 parisinos no les alcanzó para aplastar la amenaza latente de ese ejemplo. Tenían que hacer lo posible por enterrar su recuerdo. En la colina de Montmartre, donde comenzó la insurrección de 1871, la burguesía francesa construyó la pomposa iglesia de Sacre Coeur. Al ubicar la piedra fundacional, su arquitecto declaró: «La construcción de una iglesia en el lugar donde fueron arrebatados los cañones para la causa de la insurrección será motivo de alegría». Y en los muros del cementerio de Père Lachaise quedan todavía las marcas del fusilamiento de 147 federados, combatientes de la Comuna.
Las aguas que todavía hoy divide la Comuna de París son las adecuadas. Los reiterados argumentos de ir sólo por «lo posible» o de que «la relación de fuerzas no da» fueron dejados atrás por la audacia y la convicción revolucionaria de las masas parisinas. Lo indigerible que resulta esa gesta obrera para la burguesía un siglo y medio después reafirma la vigencia de su audaz ejemplo para quienes aún pretendemos tomar el cielo por asalto.
Vicente Gaynor