Este articulo fue extraído del sitio web de la Liga Internacional Socialista
Desde Revolução Socialista —sección de la LIS en Brasil— y el MST/Red Ecosocialista —sección de la LIS en Argentina— participamos en Belém de la Contracumbre de los Pueblos y de la COP30. Durante dos semanas debatimos con comunidades indígenas, organizaciones ambientales y movimientos sociales, organizando además un ciclo de charlas con activistas y profesionales.


Este artículo sintetiza las conclusiones principales que dejó esa intervención, trazando un puente entre Río 92 y Belém 2025: 33 años que muestran el agotamiento simultáneo de la diplomacia climática y del progresismo que promete gestionarla. Y hoy, ante el colapso climático, exige construir una alternativa capaz de disputar el futuro.
Cuando en 1992 Brasil fue sede de la Cumbre de la Tierra, el mundo atravesaba el reordenamiento inmediato posterior a la caída del bloque soviético. Estados Unidos emergía como potencia hegemónica indiscutida, el capitalismo se proclamaba sin rivales y avanzaba la ofensiva neoliberal global: privatizaciones, apertura irrestricta, endeudamiento permanente, desindustrialización y, en América Latina, una reprimarización brutal que consolidó el extractivismo como modelo.
En ese marco nació la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático y la Agenda 21: una arquitectura hecha para administrar los costos ambientales del capitalismo sin cuestionar su lógica de acumulación. Río 92 fue un intento temprano de domesticar políticamente una preocupación social creciente sin alterar el metabolismo destructivo del capital.
Pero hacia fines de los 90 ese orden comenzó a fracturarse. Los levantamientos populares en Venezuela, Bolivia, Ecuador y la rebelión argentina del 2001, junto al movimiento altermundista que irrumpió en Seattle, Génova y Porto Alegre, pusieron en escena un cuestionamiento global al neoliberalismo. Las COP de Kioto, Copenhague y Cancún confirmaron el fracaso del sistema para frenar la crisis ecológica que él mismo profundizaba.
En 2015 el Acuerdo de París y la Agenda 2030 intentó recomponer legitimidad. Pero fue —y sigue siendo— voluntario, débil y funcional al capital. Bajo la bandera de la “transición verde” se expandió un nuevo extractivismo basado en litio, cobre, tierras raras, hidrógeno, mercados de carbono y financiarización de la naturaleza.
Paralelamente, emergió un hecho político inédito: la rebelión climática juvenil, simbolizada por Greta Thunberg y el movimiento Fridays for Future como tambien la fundación de nuestra corriente ambiental, la Red Ecosocialista. Lo que en los 2000 había sido altermundismo ahora se convertía en una movilización global intergeneracional que volvió a cuestionar la legitimidad de las COP y puso en el centro la idea de que el problema es sistémico.
2025: un mundo profundamente más grave que en 1992
Treinta y tres años después de la primera Cumbre en Brasil, la COP30 vuelve al mismo país, pero en un escenario radicalmente transformado:
–Crisis climática acelerada: récords de temperatura, extinción masiva, colapso de ecosistemas.
–Ascenso global de la ultraderecha negacionista, que combina odio, militarismo y defensa del capital fósil.
–Declive relativo del imperialismo yanqui, ascenso de China y fragmentación del multilateralismo.
–Guerra y desorden internacional: Ucrania, Gaza, tensiones en el Indico- Pacifico, riesgo real de conflicto entre potencias
–Nuevo extractivismo verde, litio, hidrogeno, tierras raras, expansion territorial del capital en nombre de la transición energética.
–Reactivación de luchas sociales: juveniles, indígenas, feministas, antirracistas, obreras.
El mundo que recibe la COP30 es, por tanto, más inestable, más violento y más desigual que el de 1992. Ya no estamos solo ante una crisis ambiental: es una crisis civilizatoria múltiple.
COP30: ni hoja de ruta antifosil, ni financiamiento, ni acuerdo real.
Belém 2025 confirmó lo evidente: la COP es incapaz de producir acuerdos reales.
No hubo hoja de ruta para salir de los fósiles, no hubo avances en financiamiento climático y se borró toda referencia al “phase-out”. Entre incendios, evacuaciones y una infraestructura con impacto ambiental propio, la cumbre exhibió su quiebre simbólico.
La COP no fracasa por “falta de voluntad política”.
Fracasa porque el capitalismo global ya no puede acordar nada estructural.
Cada potencia compite por minerales, energía, rutas marítimas y territorios estratégicos: es un mundo en desorden permanente, sin espacio para pactos comunes.
Lula, el PT y el límite del progresismo: cuando el discurso verde oculta la continuidad del extractivismo
En la narrativa oficial, Lula y el PT representan el polo opuesto a la ultraderecha. Democracia contra autoritarismo, ambientalismo contra negacionismo, inclusión contra devastación. Pero cuando se observa el mapa real de políticas, inversiones y decisiones estratégicas, esa distancia se achica.
Y lo que aparece —con nitidez incómoda— es una continuidad profunda en la lógica de apropiación territorial, expansión extractiva y subordinación a los intereses corporativos.
El progresismo brasileño se presenta como el actor civilizatorio que frena al neofascismo. Pero en territorio, en presupuesto y en modelo de país, ambos comparten un marco común: la Amazonía como zona de sacrificio, los trabajadores y pueblos indígenas como variable de ajuste y el clima como marketing geopolítico.
Unos lo hacen a los gritos. Otros, con un discurso amable.
Pero el resultado material es alarmantemente parecido.
La ilusión verde del lulismo
Lula llegó a la COP30 proclamando “liderazgo climático”, pero el corazón de su política ambiental late al ritmo del extractivismo clásico.
- IIRSA: una infraestructura gigantesca de carreteras, hidrovías, represas y puertos al servicio del agronegocio, la minería y el comercio con China.
- Privatización del Tapajós: conversión de uno de los ríos más biodiversos en corredor logístico para Cargill y Bunge.
- Militarización de Belém y la Amazonia: blindaje policial para neutralizar protestas mientras la comunidad Munduruku irrumpió en la plenaria oficial.
- Proyecto TFFF: financiarización de la selva mediante bonos y mercados de carbono, una “Amazonia S.A.” administrada por tecnócratas y fundaciones.
- Margen Ecuatorial y petróleo: Lula defiende expandir la explotación para “financiar la transición”, mientras Brasil se incorpora como observador a la OPEP y destina miles de millones a subsidios fósiles.
- Agronegocio: Lula abrió R$ 4,17 mil millones en créditos del Plan Safra 2024-2025, destinando la mayor parte a productores medianos y grandes con tasas subsidiadas, mientras que la agricultura familiar recibió una porción mucho menor a través del Pronaf. Aunque el agronegocio es presentado como motor de la economía brasileña, su fuerte apoyo estatal contrasta con los fatales impactos sociales y ambientales que trae.
La fórmula etapista que repite la historia
El lulismo defiende una tesis que en América Latina conocemos demasiado:
Primero extraer, después distribuir.
Primero petróleo, después transición energética.
Primero agronegocio, después justicia social.
En esta versión del progresismo, el extractivismo sería el “mal necesario” para financiar lo bueno. El problema es que esa etapa inicial nunca termina.
La experiencia histórica es contundente: cada metro que se abre al extractivismo consolida intereses, destruye territorios y genera dependencia estructural. La supuesta transición queda siempre para mañana.
El punto ciego del progresismo: su dependencia del capitalismo verde
La diferencia entre Lula y la ultraderecha es evidente en el plano democrático. Pero en materia climática, territorial y productiva, hay puntos solidarios profundos.
La derecha niega el cambio climático para legitimar el saqueo.
El progresismo reconoce el cambio climático pero utiliza esa retórica para modernizar el mismo modelo extractivo de siempre
El lulismo no es Bolsonaro pero tampoco es la alternativa a Bolsonaro.
Ese es su límite histórico: no puede romper con el extractivismo porque es el eje de su proyecto económico.
Y al no romper, habilita a la ultraderecha a reingresar con más fuerza, alimentada por la frustración social y la destrucción ambiental que el progresismo no quiere revertir.
Del altermundismo a la contracumbre 2025: Hardt, Negri y el límite histórico del “multitudismo”
La Contracumbre de Belém no nace de cero: es heredera del ciclo altermundista que estalló a fines de los 90 contra la globalización neoliberal. Aquellas luchas —Seattle, Génova, Porto Alegre— estuvieron influidas por la lectura que Michael Hardt y Toni Negri hicieron del capitalismo global. En su trilogía Imperio–Multitud–Commonwealth, sostuvieron que el mundo ya no estaba dominado por viejos imperialismos nacionales, sino por un Imperio policéntrico, atravesado por redes globales de poder.
Si el capital era descentralizado, decían, la resistencia debía serlo también: una multitud horizontal, sin jerarquías ni direcciones, conectada por redes, capaz de desbordar a los Estados.
Esa idea expresó la fuerza real de los movimientos globales de los 90 y 2000, pero sus límites hoy reaparecen con claridad en Belém:
1. El Estado no desapareció: se fortaleció
Lejos de debilitarse, los Estados reforzaron fronteras, ejércitos, vigilancia y control territorial. El “Imperio” no reemplazó a los Estados: los volvió más autoritarios.
2. La falta de estrategia de poder dejó un vacío político
La multitud podía resistir, bloquear una cumbre o paralizar un foro, pero no podía responder la pregunta decisiva: ¿quién gobierna?Ese vacío lo ocuparon:
- derechas nacionalistas,
- y gobiernos progresistas que terminaron administrando el extractivismo.
3. Hubo internacionalismo moral, no político
El altermundismo fue global en sus protestas, pero no en su estrategia.
Las luchas se conectaron, pero la dirección política quedó fragmentada.
4. La pluralidad sin horizonte común debilitó la acción
La diversidad fue una potencia cultural enorme, pero sin un proyecto unificado no pudo convertirse en fuerza capaz de confrontar simultáneamente con corporaciones, potencias y Estados extractivistas.
La Contracumbre hoy: potente, pero limitada
La Cumbre de los Pueblos en Belém recupera esa tradición: territorialidad, diversidad, movimientos indígenas, feministas y juveniles. Denuncia con fuerza el capitalismo fósil, el racismo ambiental y el imperialismo norteamericano.
Pero su radicalidad convive con dos silencios estratégicos:
- No nombra a China, actor central del extractivismo amazónico y del nuevo imperialismo verde.
- No cuestiona al gobierno de Lula, principal responsable del avance de IIRSA, del Tapajós, del Margen Ecuatorial y del TFFF.
La crítica queda así concentrada en el Norte Global, mientras el Sur que reproduce el saqueo queda fuera de foco. Esto no es casual: la Contracumbre convive con ONGs financiadas por el Estado y sectores afines al lulismo que todavía ven a los BRICS como “alternativa”.
Se repite entonces un patrón histórico: así como el altermundismo evitaba criticar Estados por considerarlos secundarios, la Contracumbre evita criticar gobiernos progresistas por alineamiento político.
En ambos casos, la crítica se vuelve incompleta, los responsables se diluyen y el internacionalismo autónomo queda debilitado.
Una diferencia clave con los 2000: hoy no hay tiempo para ambigüedades
A comienzos de siglo, el altermundismo podía experimentar con nuevas formas de organización.
Hoy no.
Estamos frente a un colapso climático acelerado con puntos de no retorno.
La ambigüedad estratégica no es una falta teórica: es un límite político que impide confrontar a:
- los imperialismos tradicionales,
- los nuevos imperialismos emergentes,
- y los gobiernos progresistas que reproducen el extractivismo en nombre de la transición energética.
Treinta años después, la lección es clara: no alcanza con denunciar al capitalismo global sin confrontar a quienes lo gestionan en cada territorio.
No alcanza con culpar al Norte si el Sur también saquea.
No alcanza con diversidad si no hay estrategia.
La Contracumbre denuncia, resiste y visibiliza.
Pero aún no ofrece una vía para disputar poder frente al desorden del capitalismo fósil.
La COP ya no sirve; el progresismo no alcanza; la contracumbre no tiene estrategia. Hay que construir otra cosa.
Belém 2025 deja algo en evidencia: el conflicto por el futuro es estructural. La línea divisoria nunca estuvo tan nítida.
De un lado, las corporaciones fósiles, los capitales extractivos, los imperialismos y los gobiernos subordinados al lobby empresarial. Una burguesía minoritaria, poderosa y dispuesta a sacrificar vidas y territorios por sus privilegios.
Del otro, la inmensa mayoría social: trabajadores, juventudes, pueblos indígenas, mujeres, migrantes, comunidades empobrecidas.

No es un choque “cultural”: es un antagonismo material entre quienes sostienen la vida y quienes la saquean.
La burguesía global ya demostró que no cambiará por presión social, ni por evidencia científica, ni ante el colapso planetario. No es “falta de voluntad política”: sus intereses son incompatibles con una vida digna en la Tierra. Por eso no existe una agenda común con ellos.
Rebeliones hay, y habrá más: estallidos, huelgas climáticas, movilizaciones territoriales. Pero sin organización, esa energía se dispersa.
La historia es clara: las revoluciones no se proclaman, se organizan. Requieren dirección, estrategia y un sujeto capaz de transformar las bases materiales de la sociedad.

Ese sujeto es la clase trabajadora, no como identidad sino como posición en el metabolismo social. Por su lugar en la producción y la reproducción de la vida, es la única fuerza, en alianza con los pueblos indigenas y sectores oprimidos, capaz de reorganizar de raíz el sistema energético, alimentario, urbano e industrial. Por eso las élites intentan dividirla con identidades parciales, discursos fragmentados o falsas transiciones “verdes” que dejan intacto el poder económico.
La tarea estratégica de esta época es darle horizonte y programa a la energía social que emerge desde abajo. Ahí se ubica la LIS: un proyecto internacionalista que busca articular luchas dispersas y reagrupar a la vanguardia, transformar indignación en fuerza política, convertir la resistencia en alternativa política y darle a la clase trabajadora lo que aún le falta: organización, estrategia y perspectiva de poder.
Río 92 abrió el ciclo de ilusiones neoliberales.
Belém 2025 marca su derrumbe.
Lo que viene —y lo que tenemos que construir— es organización política capaz de accionar el freno de emergencia antes de que el capitalismo fósil nos arrastre hacia la barbarie.



