“Qué tiempos serán los que vivimos, que hay que defender lo obvio”
Hay épocas en las que la ciencia parece una obviedad: vacunas que salvan millones de vidas; satélites que miran la Tierra para proteger bosques, mares y ciudades; universidades que forman médicos, ingenieras, matemáticos. Y hay épocas —como esta— en las que lo obvio vuelve a ser controversial.
En los últimos años, una constelación de fuerzas políticas de ultraderecha ha escalado al gobierno en varios países. Su proyecto comparte rasgos ideológicos y de estilo: un discurso anti estatista agresivo, el desprecio por el pluralismo, la politización de los datos y, de manera cada vez más explícita, la hostilidad hacia la ciencia y la comunidad científica. Argentina, con Javier Milei como presidente, se ha vuelto un caso de estudio urgente: en menos de dos años, el sistema científico nacional ha sufrido un ajuste sin precedentes y una campaña simbólica que equipara la investigación con “gasto inútil” o “curro”. El blanco predilecto, por su visibilidad y densidad humana, es el CONICET.
Este ensayo propone una tesis sencilla: el anticientificismo no es un accidente folclórico de ciertas derechas radicales, ni una extravagancia aislada de algún influencer que duda del alunizaje. Es parte constitutiva de un programa que necesita deslegitimar la producción pública de conocimiento para consolidar un orden político más autoritario, un modelo económico de desregulación extrema al servicio de la concentración de la riqueza y la superexplotación. Donde la evidencia estorba, se cambia la evidencia; donde los datos molestan, se silencian; donde los científicos advierten, se los ridiculiza, precariza o directamente se los expulsa. Esto ocurre a escala global —con Brasil y Estados Unidos como ejemplos elocuentes— y hoy se manifiesta con crudeza en la Argentina.
Un patrón global: gobernar contra los datos
Antes de mirar el caso argentino, conviene advertir el patrón de comportamiento de la ultraderecha en el gobierno. En 2019, Jair Bolsonaro despidió al director del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE) de Brasil, Ricardo Galvão, después de que el organismo difundiera datos de deforestación en la Amazonía que contrariaban la narrativa oficial. La destitución fue la culminación de un choque frontal: el presidente tildó de “mentirosos” los registros satelitales; la respuesta del científico defendiendo la integridad del INPE le costó el cargo. No fue un hecho aislado: durante el bolsonarismo se desplazó a más técnicos y se buscó desactivar áreas clave para el monitoreo ambiental. El caso fue documentado por medios científicos y generalistas de reputación global (1).
En Estados Unidos, el primer gobierno de Donald Trump ya había sentado un precedente de interferencia política en agencias científicas, debilitando regulaciones ambientales y presionando a organismos como la EPA (Agencia de Protección Ambiental) y los CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades), especialmente durante la pandemia. Investigaciones académicas y reportes de organizaciones como la Union of Concerned Scientists describieron cómo se bloqueó a voceros científicos, se reescribieron informes y se postergaron decisiones regulatorias contrarias a intereses de los empresarios aliados. En su segundo mandato, el problema se intensificó con maniobras para manipular o suprimir estadísticas oficiales y desplazar a funcionarias/os técnicos, confirmando la pulsión de “gobernar contra los datos” (2).
Europa no es ajena a los ataques a la ciencia. La literatura académica y el periodismo especializado han documentado el escepticismo o la abierta hostilidad de partidos de la derecha radical hacia la acción climática y el financiamiento de la investigación, con intentos de recortar miles de millones de euros en programas científicos. La racionalidad económica disfrazada de “eficiencia” convive con una guerra cultural contra el consenso científico y por ende la tradición del pensamiento crítico (3).
En Argentino el libreto se repite con acentos locales: (a) degradación institucional (ministerios a secretarías, agencias intervenidas), (b) demolición presupuestaria y precarización laboral, (c) colonización de cargos técnicos con perfiles ideológicos leales, (d) producción de un clima cultural hostil a la ciencia (“casta académica”, “ñoquis de la ciencia”), y (e) promoción y tolerancia de las teorías conspirativas y seudociencias que degradan el valor del conocimiento experto: Todo este combo no es casualidad: es EL Método de acción política y cultural de las ultraderechas (4).
Argentina: el “cientificidio” como política de Estado
Desde diciembre de 2023, el sistema científico argentino experimenta un ataque casi sin precedentes. El Ministerio de Ciencia y Tecnología fue degradado a una Secretaría; el presupuesto real se contrajo con fuerza; se paralizaron ingresos a carreras de investigador y personal de apoyo; y se redujeron becas doctorales y posdoctorales. Diversos relevamientos periodísticos, gremiales y académicos convergen en el diagnóstico: la inversión cayó a niveles históricamente bajos, se perdieron miles de puestos, y la fuga de cerebros se aceleró (5)
Según un análisis de Chequeado, entre 2023 y 2025 el empleo en el sistema científico se contrajo fuertemente y el CONICET registró miles de bajas de becas e integrantes, con parálisis o demoras en ingresos y una merma profunda del poder adquisitivo. Organizaciones del sistema alertaron sobre reducciones en las convocatorias de becas doctorales y posdoctorales respecto de lo comprometido en años previos. Al mismo tiempo, notas y comunicados del propio CONICET y de su conducción convivieron con promesas de “normalización” que nunca alcanzaron a revertir el ajuste estructural (6).
Lo más grave no es solo contable. Detrás de cada porcentaje hay proyectos truncos, equipos desarticulados, tesis sin dirección, equipamiento que se oxida, y, sobre todo, un mensaje político: “no los queremos”. El País recogió testimonios de jóvenes científicas/os que emigran o planean hacerlo, ante la erosión material y simbólica del trabajo científico. La palabra “cientificidio” dejó de ser hipérbole para muchas y muchos (5).
A este guion económico se le suma un frente cultural y simbólico que funciona como el lubricante del ajuste: la banalización del conocimiento experto, el enaltecimiento del “sentido común” como verdad autosuficiente, la sospecha sistemática sobre universidades, investigadores y becarios. Allí es donde el anticientificismo —en su versión conspirativa y en su versión “cool”— se vuelve herramienta política.
Del terraplanismo a la Comisión de Ciencia
Puede sonar anecdótico, pero no lo es: en mayo de 2024, la diputada oficialista Lilia Lemoine fue designada secretaria primera de la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Cámara de Diputados. La designación desató una polémica por la difusión previa de contenidos donde la legisladora coqueteaba con el terraplanismo, ponía en duda la llegada del hombre a la Luna y amplificaba desinformación sobre vacunas. El dato relevante no es si “cree” o no cree sinceramente esas teorías —ella dijo luego que eran “pilotos” de un programa—, sino el mensaje institucional: quien ha promovido públicamente teorías anticientíficas ocupa una función de conducción en la comisión que debería fortalecer la ciencia. El episodio fue documentado por la prensa y chequeado por verificadores locales.
Este tipo de nombramientos no ocurren en el vacío. Son performativos: colocan a la ciencia en posición defensiva, desplazan el eje del debate, legitiman el “todo vale” epistemológico. En lugar de discutir cómo financiar grandes equipos, laboratorios o redes de datos abiertos, se discute si la Antártida “es un muro de hielo”. La degradación del estándar de debate público es, en sí misma, una forma de recorte.
Pseudociencia, mística y poder: tarot, constelaciones y profecías
El anti cientificismo contemporáneo no se limita a la negación de evidencias. A menudo viene acompañado de un resurgimiento de prácticas seudocientíficas y espiritualidades pop que colonizan el discurso político. Argentina ofrece ejemplos llamativos.
Por un lado, proliferan notas y rumores sobre afinidades de figuras del oficialismo con terapias alternativas o místicas. Se ha publicado que Karina Milei, la influyente hermana del presidente, Secretaria General de la Presidencia y hoy denunciada por coimas, se interesó por actividades de “constelaciones familiares con caballos” durante una visita a Mendoza, una derivación de las constelaciones familiares que apela a explicaciones pseudopsicológicas sin evidencia seria, y a un supuesto “campo” esotérico. Se trata de coberturas periodísticas —algunas especulativas— que muestran la atención que despierta la mezcla de poder y mística en la alta política. Aun tomando con cautela los titulares, muestran una atmósfera cultural compatible con el desplazamiento de la ciencia del centro del tablero.

Otra perla que el oficialismo intentó insertar en el collar de la pseudociencia fue la presentación por parte de la astróloga Ludovica Squirru de su libro “Horóscopo Chino 2026: Caballo de Fuego” en el Planetario Galileo Galilei. Esta iniciativa, impulsada por el Ministerio de Cultura de la Ciudad Autónoma de la Ciudad de Buenos Aires, fue duramente criticada por la Asociación Argentina de Astronomía y fue finalmente suspendida. (9)
Por otro lado, está el magnetismo de las profecías. La fascinación del entorno presidencial con las “psicografías” de Benjamín Solari Parravicini, el “Nostradamus argentino”, ha sido reportada por la prensa internacional, incluyendo el rol que cumplen esas visiones en la épica estética y simbólica del mileísmo. Se han señalado conexiones iconográficas (la “cruz orlada”) y referencias a “misiones históricas” de líderes predestinados. De nuevo: más allá de la fe privada, el problema es cuando este imaginario coloniza la política pública y desplaza la deliberación basada en evidencia hacia la mística del destino.
A la par de estas derivas, emergen otras seudociencias con enorme tracción social: astrología, tarot, bioneuroemoción, “biodescodificación”, constelaciones familiares, terapias “cuánticas”, etc. Muchas de ellas son inofensivas como entretenimiento o prácticas espirituales personales; se vuelven peligrosas cuando sustituyen a la medicina, colonizan políticas públicas o legitiman explicaciones deterministas, estigmatizantes o culpabilizadoras (“tu cáncer es una emoción no resuelta”, “tu pobreza es un bloqueo energético”). Lo preocupante no es que existan —han existido siempre— sino que se las promueva desde el poder, se las equipare o contraponga a ciencia, o se las use para ridiculizar la demanda de políticas basadas en evidencia.
¿Por qué la ultraderecha radical necesita pelearse con la ciencia?
Hay razones estructurales. Las ciencias —en particular las ambientales, las sociales y la salud pública— suelen señalar externalidades, límites, riesgos y costos de la desregulación absoluta. La ciencia molesta cuando demuestra que la contaminación enferma, que los bosques se queman más, que las desigualdades se heredan, que las epidemias requieren coordinación estatal, que la violencia se agrava con discursos de odio, que las crisis económicas son un deriva de la estructura del sistema capitalista. Naomi Oreskes y otros autores han argumentado que la hostilidad conservadora hacia la ciencia está, en parte, anclada en la orientación a la super explotación que necesita del rechazo a la regulación del mercado: si la evidencia implica reglas comunes, estándares y fiscalización, entonces desacreditar a quien produce esa evidencia es una forma de desactivar cualquier control.
Pero hay también razones tácticas. La ultraderecha contemporánea ha perfeccionado una política de la emoción y del conflicto identitario. En ese marco, la figura de la/el científica/o —con su lenguaje técnico, su cautela inferencial, su énfasis en la incertidumbre cuantificada— se vuelve un enemigo ideal: elitista, “soberbio”, sospechoso de “bajar línea”. Además, las universidades nacionales y los organismos de ciencia concentran sindicatos, centro de estudiantes, redes internacionales y capital simbólico de prestigio: desarticularlos reduce contrapesos al poder.
Finalmente, hay razones instrumentales. Debilitar la infraestructura de datos y evaluación permite gobernar sin controles. Si no hay series confiables, si se expulsan a quienes producen indicadores y se colonizan los organismos técnicos, la discusión pública se hace maleable. Brasil y Estados Unidos exhibieron esta tentación: negar los satélites que miden la deforestación, reescribir fichas técnicas, silenciar a epidemiólogos. Argentina la conoce bien: cuando las universidades denuncian subejecución y caída real del presupuesto, se intenta alterar el mapa de la discusión —se cambian criterios, se estigmatiza, se posterga— más que proveer evidencia alternativa consistente.
El caso CONICET: anatomía de un ataque
El CONICET es el corazón del sistema de ciencia y tecnología argentino: más de 30.000 personas entre investigadores/as, becarios/as y personal de apoyo; presencia federal con cientos de institutos; producción científica reconocida internacionalmente. Por eso es objetivo estratégico cuando se busca reconfigurar el sentido común sobre el rol del Estado.
Las herramientas del ataque fueron múltiples:
- Degradación institucional y presupuestaria. La pérdida real de recursos desde 2023 se combinó con la degradación ministerial, la parálisis de compras, la imposibilidad de mantener equipos e infraestructura, y la caída de salarios muy por debajo de la inflación. Proyecciones para 2025 estimaron mínimos históricos (en torno a 0,15% del PBI), y organismos como la Agencia I+D+i fueron reestructurados para concentrar decisiones en pocas manos. El impacto: freno y cancelación de proyectos, fuga de talento y pérdida de capacidades críticas.
- Parálisis de carreras y becas. El ingreso a la Carrera del Investigador Científico (CIC) y a la Carrera del Personal de Apoyo sufrió postergaciones y demoras; las convocatorias de becas doctorales/posdoctorales se redujeron respecto de lo comprometido; y hubo miles de bajas de becas e integrantes por despidos, renuncias y jubilaciones sin reemplazo. Los gremios hablaron de “cientificidio”; la prensa registró protestas, paros y vigilias.
- Hostigamiento simbólico y relativismo epistémico. La designación de perfiles con historial de promoción de desinformación científica en espacios de conducción legislativa, o la presencia de figuras con inclinaciones místicas en el entorno presidencial, funcionan como señales de que la evidencia empírica es prescindible.
- Tentaciones de “limpieza temática”. Informes recientes señalaron intentos (finalmente rechazados) de excluir áreas completas —como Ciencias Sociales— de ingresos a carrera, bajo el prejuicio de “inutilidad” o “ideología”. La idea de “ordenar” la ciencia por decreto, según utilidad imaginada a corto plazo, es otra marca de época.
No es casual que, al mismo tiempo, se construya una caricatura del científico “ñoqui”. La difamación cumple una doble función: justifica el recorte (“¿para qué mantener tantos ‘investigadores’?”) y desmoraliza a la comunidad (“si protestan, es porque pierden privilegios”). A fuerza de slogan, se intenta tapar una realidad sencilla: sin financiamiento estable, sin carreras previsibles y sin universidades fuertes, no hay país innovador posible.

Terraplanismo y compañía: no es un chiste
Durante años, el terraplanismo fue un meme. Pero su aparición en boca de dirigentes, como si fuera una provocación simpática, normaliza un núcleo corrosivo: la equivalencia entre opinión y evidencia. A esa familia pertenecen el negacionismo climático, los antivacunas y la proliferación de terapias “alternativas” que prometen curaciones milagrosas. El problema no es la duda —toda ciencia buena duda— sino la sustitución de métodos de validación por carisma, likes o fe.
Que una diputada que impulsó teorías conspirativas sea autoridad en Ciencia del Congreso no es “solo” un error de casting: es una declaración de principios de la coalición gobernante sobre el valor de la ciencia en la deliberación pública. Chequeado documentó con precisión las afirmaciones falsas difundidas por Lilia Lemoine, mientras que la comunicación oficial de Diputados confirma su designación. Ese contraste —verificador vs. boletín— encapsula el drama.
Algo similar ocurre con el avance de prácticas como las constelaciones familiares, el tarot o terapias “cuánticas” en la esfera pública. Nadie propone prohibir espiritualidades privadas. El punto es político: cuando la cúpula del poder se rodea de místicas, profecías y rituales, cuando el marketing político incorpora profetas, cuando la estética del “destino” reemplaza a la planificación, el costo no es estético; es institucional. Se debilita el estándar de prueba, se desalienta la evaluación de políticas, se habilita la discrecionalidad.
¿Qué se pierde cuando se destruye la ciencia pública?
Se pierde soberanía. Un país que no produce conocimiento depende de agendas, tecnologías y patentes ajenas. Se pierde productividad futura: la investigación básica que hoy parece “inútil” suele ser la que, mañana, habilita sectores enteros (biotecnología, IA, materiales, transición energética). Se pierde resiliencia social: sin universidades robustas y redes científicas, las crisis —sanitarias, ambientales, económicas— pegan más fuerte.
Se pierde también una cultura democrática. La ciencia pública no es una torre de marfil; es un tejido de prácticas que forman ciudadanía crítica: aprender a distinguir evidencia, a debatir con reglas, a reconocer la incertidumbre sin caer en el relativismo. Por eso, autoritarismos nuevos y viejos desconfían de la ciencia: porque su cultura interna —revisión por pares, datos abiertos, reputación ganada— es el reverso de la arbitrariedad.
El vaciamiento de los sistemas científicos sustentado en el discurso anticientífico no es un daño colateral, sino una condición para imponer modelos económicos regresivos, de superexplotación, extractivistas y autoritarios. Sin pensamiento crítico ni producción soberana de conocimiento, se consolida el ideal neoliberal: un Estado mínimo para los pueblos, pero omnipresente para garantizar ganancias a las corporaciones mediante la liquidación de las libertades democráticas.
Epílogo: defender la razón común
A veces se caricaturiza este debate como una pelea entre “racionales” y “irracionales”. No es eso. Se trata de defender una razón común: la idea de que, en una comunidad política, resolvemos desacuerdos con reglas compartidas para evaluar afirmaciones sobre el mundo.
La ciencia —pública, plural, con errores y autocorrecciones— es una de esas reglas. No se le pide infalibilidad, se le pide método. Por eso, cuando la ultraderecha erosiona la ciencia —recortando presupuestos, colonizando instituciones, promoviendo teorías disparatadas o reemplazando planificación por profecías— no solo ataca a una “casta de científicos”: ataca el mecanismo que tenemos para que la verdad no dependa de quién grita más fuerte. Es un ataque a la construcción colectiva del conocimiento.
Un síntoma más del deterioro político y cultural que golpea a nuestro país en manos de la ultraderecha, donde el negacionismo, la ignorancia y la desinformación ganan terreno con la complicidad de los medios de comunicación hegemónicos.
Nuestro país tiene con qué. Tiene tradición de ciencia pública, redes internacionales, una comunidad joven con hambre de contribuir, y ciudadanía que ha defendido universidades y hospitales.
Salir del pantano requiere reconstruir presupuestos, pero también reconstruir el prestigio cultural de la evidencia. Pero es imprescindible tener claro que la profundidad del ataque que encabeza el gobierno ultraderechista de Milei exige una respuesta a la altura. Una resistencia firme, con capacidad de movilización sostenida, pero también con una perspectiva de programa político que unifique a quienes luchan contra el ajuste.
Mientras tanto, es crucial documentar, denunciar, explicar, organizarse y luchar. Porque el anti cientificismo no retrocede por sí solo: se le gana con movilización, con política y la más amplia unidad de acción de los que defendemos la ciencia pública, los derechos, las libertades democráticas y un proyecto de país para el 99%.
Fuentes y referencias
- Brasil y el conflicto INPE–Bolsonaro (deforestación): Science (AAAS), The Guardian, Scientific American y Eos (AGU) documentan la remoción de Ricardo Galvão tras difundir datos de deforestación satelital y el clima de hostilidad oficial hacia el monitoreo científico. science.orgThe GuardianScientific AmericanEos
- EE. UU. — Interferencia política con agencias científicas: revisión académica (PMC/NIH) sobre la guerra política contra la ciencia en la administración Trump; Union of Concerned Scientists sobre interferencia en CDC durante COVID-19; cobertura reciente sobre manipulación de datos y desplazamiento de funcionarias técnicas. PMCThe Union of Concerned ScientistsThe Washington Post
- Derecha radical y ciencia en Europa: Nature y análisis de think tanks documentan recortes propuestos a investigación y escepticismo hacia políticas climáticas. NatureE3G
- Explicación teórica sobre conservadurismo y anticiencia: ensayo de Naomi Oreskes en Daedalus (Academia Estadounidense de Artes y Ciencias). amacad.orgdirect.mit.edu
- Sistema científico argentino bajo Milei (presupuesto, empleo, fuga): reportes de El País y Chequeado; crónicas de protestas; diagnósticos de redes científicas. El País+1Chequeadoinfobae
- CONICET — conducción y decisiones: designación de Daniel Salamone (sitio oficial CONICET) y controversias sobre orientación de ingresos. conicet.gov.arPausa
- Comisión de Ciencia del Congreso — designación de Lilia Lemoine y desinformación previa: comunicación oficial de Diputados, cobertura de medios nacionales y verificación de Chequeado sobre teorías conspirativas difundidas por la legisladora. diputados.gob.arCámara de Diputados de la NacióninfobaeChequeado
- Mística y poder — profecías de Parravicini y entorno presidencial: cobertura de El País sobre el influjo simbólico de las “psicografías” en el mileísmo. El País
- Pseudociencia en el círculo de poder — constelaciones con caballos: notas periodísticas sobre el interés atribuido a Karina Milei en prácticas de constelaciones con equinos durante actividades en Mendoza. (Cobertura a tratar con cautela; se citan como indicio del clima cultural, no como política pública oficial). MDZ Online+1El Editor Mendoza
- Tras la polémica en redes, se canceló la presentación del libro de Ludovica Squirru en el Planetario canceló la presentación del libro de Ludovica Squirru en el Planetario. https://www.lanacion.com.ar/cultura/tras-la-polemica-en-redes-se-cancelo-la-presentacion-del-libro-de-ludovica-squirru-en-el-planetario-nid02102025/
Nota sobre metodología: Este es un artículo de opinión con apoyo en fuentes abiertas y literatura académica. Para afirmaciones fácticas (recortes, designaciones, hechos puntuales) se remitió a fuentes primarias (comunicados oficiales, verificadores) o medios de alta reputación. Para fenómenos culturales (pseudociencias, espiritualidades) se usaron coberturas periodísticas representativas, explicitando cuando el carácter es especulativo o de “trascendido”.

