Samah Jabr
La historia oficial suele estar escrita por quienes detentan el poder, por los vencedores de las guerras, por los colonizadores y por quienes controlan los medios de difusión del conocimiento. En el caso palestino, eso significa que la narrativa hegemónica está moldeada por la mirada del “mundo occidental”, alineada con la visión del opresor.
Lo que el imperialismo occidental suele presentar como un conflicto o una guerra es, en realidad, una ocupación colonial prolongada, sostenida no solo por la fuerza militar, sino también por un vasto aparato de propaganda y silenciamiento. La narrativa dominante, producida por gobiernos y medios alineados con Israel y con los intereses estratégicos del imperialismo occidental, moldea la percepción global sobre Palestina.
Así, los palestinos rara vez son retratados como sujetos con subjetividad propia. Son transformados en una masa indistinta, sin voz, cuya existencia siempre es contada desde la mirada del otro. Más específicamente, desde la mirada del opresor.
Esa disputa por la narrativa forma parte del genocidio. Controlar las palabras, decidir qué voces serán escuchadas y cuáles serán silenciadas es también una forma de dominación. El borramiento de la historia palestina, la criminalización de la resistencia y la distorsión sistemática de sus símbolos culturales cumplen el mismo papel que la ocupación física: fragmentar la identidad y minar la posibilidad de un futuro libre.
El peligro de una historia única
“Así es como se crea una historia única: mostrás a un pueblo como una sola cosa, una y otra vez, y eso es en lo que ese pueblo se convierte”.
Chimamanda Ngozi Adichie, escritora nigeriana
Cuando la historia de un pueblo se cuenta desde un único punto de vista, especialmente cuando esa mirada viene de afuera, surge un riesgo inevitable de distorsión. Lo que se produce es una narrativa cargada de estereotipos y generalizaciones que refuerzan prejuicios antiguos y naturalizan desigualdades.
Chimamanda Ngozi Adichie llama a este proceso “la historia única” y advierte sobre lo que produce: una humanidad mutilada. En el caso palestino, esa narrativa reduce a todo un pueblo a la condición de amenaza, de obstáculo para la estabilidad en el llamado Medio Oriente o de masa pasiva que necesita ser “administrada” por el ocupante. Las sutilezas desaparecen y, con ellas, la empatía.

La historia única roba la dignidad, impide el reconocimiento de la humanidad compartida y refuerza las fronteras simbólicas que separan el “nosotros” del “ellos”. Esa visión estereotipada no es solo una consecuencia de la ocupación, sino también un instrumento para sostenerla. Al deshumanizar al otro, se vuelve más fácil justificar las políticas coloniales, bloquear solidaridades y convertir la violencia cotidiana en algo administrable, casi burocrático.
Microhistorias
La colonización no se ejerce solo sobre la tierra, sino también sobre la mente. El colonizado es transformado en objeto, privado de su subjetividad y de su capacidad de acción. La resistencia, por lo tanto, es una forma de recuperar el propio yo, de afirmar la existencia frente al intento sistemático de borramiento.
Los pueblos oprimidos o derrotados en grandes conflictos enfrentan enormes dificultades para escribir sus propias historias. La historia la escriben los poderosos, que enmascaran y borran las historias individuales y las experiencias de sus víctimas.
La psiquiatra y psicoterapeuta palestina Samah Jabr afirma que es a partir de esas pequeñas historias que puede reconstruirse la memoria colectiva. Son fragmentos que, reunidos, forman el mosaico de la experiencia palestina. Contar y preservar esas microhistorias es, en ese sentido, un acto de resistencia, una manera de recuperar la agencia negada y oponerse a la narrativa dominante.
“Tenemos la responsabilidad, en Palestina, de reunir las pequeñas piezas de las microhistorias personales de los individuos y componer la historia desde el punto de vista de los oprimidos, en oposición a la narrativa dominante de la historia”.
Dra. Samah Jabr
No es una tarea sencilla, porque tropieza con barreras construidas precisamente a partir de operaciones de deshumanización. El ser no occidental se reduce a dos opciones: exótico o salvaje. Ninguna de las dos refleja a un ser humano completo, con subjetividad propia y digno de derechos.
Las poblaciones árabes suelen ser ubicadas en el segundo tipo: salvajes. O terroristas, en el lenguaje impuesto por Estados Unidos y usado principalmente para caracterizar a quienes resisten la dominación.
Las historias importan
“La consecuencia de la historia única es esta: roba la dignidad de las personas. Dificulta el reconocimiento de nuestra humanidad común. Enfatiza cómo somos diferentes, y no cómo somos parecidos”.
Chimamanda Ngozi Adichie
Las historias importan no solo para la memoria, sino también para la humanización. Devuelven complejidad a quienes fueron convertidos en caricaturas y restauran la empatía que el imperialismo occidental tantas veces niega.
Contar las historias palestinas es un acto político y ético. Es reivindicar el derecho a existir con dignidad, a ser reconocido como sujeto y a participar en la construcción de la propia historia. Cada testimonio es una forma de resistencia, y cada recuerdo registrado, una desmentida frente a la lógica del borramiento.
En un mundo saturado de versiones oficiales, escuchar las voces palestinas es una urgencia moral. La reconstrucción de la memoria palestina es mucho más que un ejercicio de recuerdo: es una práctica de liberación. Recuperar la narrativa es recuperar la humanidad.
Marcela Gottschald