A partir de la segunda mitad del siglo XX, el mundo vive un proceso de urbanización sin precedentes, fenómeno entendido como la acelerada concentración de población y actividades económicas en las ciudades. Nunca antes la humanidad habitó tanto los espacios urbanos como en la actualidad. Este proceso se agudiza aún más si ponemos la lupa en América Latina y el Caribe, donde en pocas décadas la población urbana pasó de representar el 40% en 1951 a duplicarse con el 80% en 2015[i]. Se distinguen dos características que se mixturan y retroalimentan de este fenómeno: en el marco del capitalismo globalizado desde finales del siglo XX, la ciudad capitalista puja por atraer inversiones a toda costa y posicionarse como espacio de influencia global, modelo de producción y consumo. Mientras más amigable se presenta la ciudad para el arribo de capitales privados, más hostil se convierte para amplios sectores sociales y populares[ii]. Para muestra sobra un botón, en el caso de Argentina, en los principales aglomerados urbanos más de la mitad de los niños menores de 15 años están bajo la línea de la pobreza. A su vez, las migraciones del medio rural al urbano no han cesado y se agudizaron en los últimos 40 años. La esperanza de poder acceder a servicios básicos como vivienda digna, salud y educación de calidad, suministro de agua potable y también el espejismo de la sociedad de consumo explican dichas migraciones; aunque la realidad, cada vez más acuciante, diste mucho de aquellas expectativas.
Extractivismo urbano y segregación social
Al calor de los cambios significativos que conllevó la reconfiguración territorial de las sociedades urbanas, las transformaciones espaciales se apoyaron, en casi toda América Latina, en un modelo de (mal)desarrollo determinado y planificado desde los Estados y administraciones municipales que impulsaron una batería de leyes y reformas en la legislación[iii] para ejecutar un nuevo paradigma de la planificación citadina: el extractivismo urbano, de fuerte matriz mercantilizante del espacio público, insostenible en materia ambiental y excluyente en lo social. Junto a la frenética cementación y la consecuente pérdida de los espacios verdes y conservas naturales (que ameritaría otro artículo para profundizar), la ciudad capitalista del siglo XXI presenta otro proceso de segregación social: la gentrificación (anglicismo proveniente del inglés “gentry” = élite o clase alta). Este concepto fue acuñado en la década del 60´ por la socióloga alemana Ruth Glass, para hacer referencia a la elitización de algunos espacios urbanos de referencia en Londres, donde las clases medias altas se reapropiaron de las viejas casonas obreras del centro de la ciudad. Sin embargo, numerosos geógrafos y sociólogos ubican a Friedrich Engels como uno de los primeros pensadores en ocuparse del “problema de la ciudad”, quien describiría precozmente al problema habitacional urbano como intrínseco al sistema capitalista en varias de sus obras, de quien se comparte aquí un extracto:
“La extensión de las grandes ciudades modernas da a los terrenos, sobre todo en los barrios del centro, un valor artificial, a veces desmesuradamente elevado; los edificios ya construidos sobre estos terrenos, lejos de aumentar su valor, lo disminuyen, porque ya no corresponden a las nuevas condiciones, y son derribados para reemplazarlos por nuevos edificios. Y esto ocurre, en primer término, con las viviendas obreras situadas en el centro de la ciudad, cuyos alquileres, incluso en las casas más superpobladas, nunca pueden pasar de cierto máximo […] El resultado es que los obreros van siendo desplazados del centro a la periferia. (Engels, Contribución al problema de la vivienda, 1873)
Desplazados urbanos, la gentrificación.
El proceso de gentrificación descansa en la lógica de la concentración y especulación inmobiliaria; desplazando la población originaria de bajos recursos de las antiguas manzanas por una población de mayor poder adquisitivo o bien para uso exclusivamente comercial. Aunque puede poseer características propias según la estructura espacial cada ciudad, se observan lógicas comunes que se destacan en uno y otro sitio, por ejemplo, su evolución en diferentes fases o etapas: la primera es el abandono, estos barrios durante mucho tiempo fueron afectados por la falta de iluminación, seguridad, inversiones básicas para mantenimiento, así se establecen social y mediáticamente como zonas rojas o peligrosas de delincuencia social y pobreza estructural. Por consiguiente, en esta fase el valor del suelo y las propiedades bajan. La estigmatización se manifiesta, entre otras situaciones, cuando las personas que allí habitan presentan cada vez más dificultades para conseguir empleo por su lugar de residencia. Luego le sigue la especulación, un puñado de gigantes inmobiliarios compran por doquier la mayoría de las propiedades del barrio, ejecutan reformas que le dan un aspecto renovado al vecindario (lavado de cara), apelando a discursos purificadores logrando encarecer el costo de vida en la zona. El Estado vuelve a jugar su rol gentrificador al incrementar los impuestos en la metamórfica barriada. Frente a este panorama, la desposesión para los antiguos residentes y pequeñas almacenes se agudiza, son excluidos, desplazados directa o indirectamente a las periferias de las ciudades por su escasa capacidad adquisitiva y de consumo. Finalmente, la “nueva zona” se convierte en polo cultural y comercial con galerías de arte y costosos restó, gran atracción turística, bares y karaokes de agitada actividad nocturna, concretado así el éxodo de la población de menos recursos.
Algunos ejemplos locales y alternativas desde abajo
En Argentina, todos los gobiernos de los partidos tradicionales fueron y siguen siendo gentrificadores, legitimando y legalizando la segregación social y el extractivismo urbano. Tal vez sea el caso de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (con los barrios de Palermo, Retiro, San Telmo, La Boca, entre otros) el reflejo más crudo de dichos procesos, donde de norte a sur y bajo la cortina de la “renovación urbana”, se abona a megaproyectos inmobiliarios que tienen como única finalidad ser refugio especulativo de capital, actuando como fuerzas centrífugas de la población originaria, trabajadora y humilde. También se acentúan hace varios años en Córdoba en el bohemio barrio Güemes, en Rosario en la zona de Pichincha o en las capitales mesopotámicas de Corrientes y Posadas tras la modificación y ampliación de sus costaneras. De manera tal, liberales del PRO y radicales, progresistas del PS y todas las vertientes del peronismo se establecieron como ejecutantes de la planificación urbana expulsiva, en obscena servidumbre al lobby del desarrollismo inmobiliario. En contrapartida, las resistencias se multiplicaron y continúan haciendo oír sus demandas, reclamos y alternativas para poner en pie otro modelo de ciudad, igualitaria e inclusiva, a través de la producción urbana participativa, donde el espacio público y provecho comunitario prevalezca sobre la especulación del capital, cementación, la vivienda ociosa y la gentrificación. Para ello, urge habilitar mecanismos democráticos para impulsar una serie de medidas que garanticen el derecho a la ciudad: control social de los espacios públicos disponibles, desplegar redes barriales y ciudadanas para discutir el destino de los bienes públicos y los presupuestos, en definitiva, recuperar la propiedad colectiva y producción social del hábitat para poner en pie un modelo anticapitalista de ciudad para las mayorías populares, con perspectiva ambiental y de género.
Marcelo Roldán
Docente, MST Córdoba
[i] Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía (CELADE) – División de Población de la CEPAL, sobre la base de Naciones Unidas.
[ii] Encuesta Permanente de Hogares (INDEC 2022) sobre 31 conglomerados urbanos.
[iii] https://www.pagina12.com.ar/291228-codigo-urbanistico-rechazo-a-cambios-que-impactarian-en-la-p