A continuación reproducimos el testimonio de Joe Hansen, secretario de Trotsky al momento del atentado que terminó con su vida.
Desde el ataque de ametralladora hecho por la GPU al dormitorio de Trotsky el 24 de mayo, la casa de Coyoacán se había transformado prácticamente en una fortaleza. Se aumentó la guardia, estaba mejor armada. Se instalaron puertas y ventanas anti-balas. Un reducto fue construido con techo y piso a prueba de bombas. En el lugarde la vieja puerta de madera donde Robert Sheldon Harte fue sorprendido y secuestrado por los perseguidores de la GPU se pusieron puertas de acero doble, controladas por interruptores eléctricos. Tres torres nuevas anti-bala dominaban no sólo el patio sino todo el barrio alrededor. Se estaban preparando marañas de alambre de púa y redes contra bombas. Toda esta construcción fue posible gracias a los sacrificios de los simpatizantes y militantes de la Cuarta Internacional, que hicieron todo lo que pudieron para protegerlo, sabiendo que era seguro que Stalin intentaría otro ataque más desesperado después de haber fallado el 24 de mayo. El gobierno mexicano, el único país en la tierra que había aceptado asilarlo a Trotsky en 1937, triplicó la cantidad de guardias que se turnaban afuera de la casa, haciendo todo a su alcance para salvaguardar la vida del exiliado más famoso del mundo. Únicamente la forma del nuevo ataque era desconocida. ¿Otro ataque de ametralladora con más agresores? ¿Bombas? ¿Cachiporrazos? ¿Envenenamiento?
20 de agosto de 1940
Yo estaba en el techo, cerca de la torre de guardia principal con Charles Corneü y Melquíades Benítez. Estábamos conectando una sirena poderosa con el sistema de alarma para ser usado cuando la GPU atacara nuevamente. Al atardecer, entre las 17:20 y las 17:30, Jacson, a quien conocíamos como simpatizante de la Cuarta Internacional y como marido de Sylvia Ageloff, anteriormente militante del Socialist Workers Party, llegó en su Buick sedan. En lugar de estacionarlo con el radiador hacia la casa, como era su costumbre, dió una vuelta completa en la calle, estacionando el auto paralelo a la pared, con la nariz hacia Coyocán. Cuando se bajó del auto, nos saludó moviendo la mano y gritó: “Ya llegó Sylvia?” Estábamos un poco sorprendidos. No sabíamos que Trotsky había citado a Sylvia y Jacson, pero relacionamos nuestra falta de conocimiento con un olvido de Trotsky, lo cual era común en relación a estas cuestiones. “No”, le dije a Jacson, “espera un momento”. Entonces, Cornell hizo funcionar los controles eléctricos y las puertas dobles y Harold Robins recibió a la visita en el patio. Jacson tenía un impermeable cruzado sobre el brazo.
Era la época lluviosa y aunque brillaba el sol sobre las montañas del sudoeste había nubarrones que amenazaban con tormenta.
Trotsky estaba en el patio dándole de comer a los conejos y a las gallinas (era su forma de hacer un poquito de ejercicio por la vida encerrada que estaba obligado a llevar). Esperamos que, como era su costumbre, Trotsky no entraría a la casa hasta que hubiera terminado de darles de comer o hasta que Sylvia llegara. Robins estaba en el patio. Trotsky no tenía la costumbre de verlo a Jacson a solas.
Melquíades, Corneü y yo seguimos trabajando. Durante los próximos diez o quince minutos estuve sentado en la torre principal escribiendo los nombres de los guardianes sobre etiquetas blancas que serían colocadas en los interruptores conectando sus habitaciones con el sistema de alarma.
Un grito terrible cortó la calma de la tarde. Un grito prolongado y agonizante, casi un sollozo. Me hizo saltar sobre mis pies, con un escalofrío que me helaba los huesos. Corrí para salir de la guardia al techo. ¿Era un accidente de uno de los diez obreros que estaban remode-lando la casa? Desde el estudio del Viejo salía sonidos de lucha violenta, y Melquíades estaba apuntando con un rifle a la ventana de abajo. Trotsky se hizo visible por un momento con su chaqueta de trabajo azul, peleando cuerpo a cuerpo con alguien.
“¡No tires!”, le grité a Melquíades, “¡le puedes pegar al Viejo!”. Melquíades y Corneü se quedaron en el techo, cubriendo las salidas del estudio. Encendí la alarma general, bajé por la escalera a la biblioteca. Cuando entré por la puerta que conectaba a la biblioteca con el comedor, el Viejo trastabillaba saliendo de su estudio algunos metros, con sangre chorreando por su cara.
“Vean lo que han hecho”
Al mismo tiempo, Harold Robins entró por la puerta norte del comedor con Natalia siguiéndolo. Natalia, echando sus brazos alrededor de Trotsky, lo sacó al balcón. Harold y yo corrimos detrás de Jacson, que estaba parado en el estudio jadeando con su cara trastornada, sus brazos caídos. Una pistola automática colgaba de su mano. Harold estaba más cerca de él. “Encárgate de él”, dije, “iré a ver qué pasó con el Viejo”. No había terminado de darme la vuelta cuando ya Robins tenía el asesino reducido contra el piso. Trotsky se arrastraba al comedor. Natalia, llorando, trataba de ayudarlo. “Vean lo que han hecho”, dijo ella. Cuando abrazó al Viejo se vino abajo cerca de la mesa del comedor.
La herida en su cabeza parecía superficial a primera vista. Yo no había escuchado ningún tiro. Jacson debía haberle pegado con algún instrumento. “¿Qué pasó?” le pregunté al Viejo.
“Jacson me tiró con un revólver. Estoy herido gravemente… siento que esta vez es el fin”. “Sólo es una herida superficial. Se va a recuperar”, traté de darle confianza.
“Hablamos sobre estadísticas francesas”, respondió el Viejo.
“¿Le pegó desde atrás?” le pregunté. Trotsky no respondió.
“No le disparó”, le dije; “no escuchamos ningún tiro. Le pegó con algo.”
Trotsky parecía dudar. Apretó mi mano. Entre las frases que intercambiamos, habló con Natalia en ruso. Llevaba la mano de ella continuamente a sus labios. Trepé nuevamente al techo y le grité a la policía del otro lado de la pared; “¡Llamen a la ambulancia’. Les dije a Corneü y a Melquíades: “Es un atentado. Jacson…” En ese momento mi reloj pulsera marcaba las 16:50. Nuevamente estaba al lado del Viejo. Corneü estaba conmigo. Sin esperar la ambulancia de la ciudad, decidimos que Corneü fuera a buscar al doctor Dutren, que vivía cerca y había atendido a la familia anteriormente. Como nuestro auto estaba encerrado en el garaje, con las puertas dobles, Corneü decidió usar el auto de Jacson que estaba parado en la calle.
Cuando Corneü salió de la habitación, sonidos de pelea nuevamente se escucharon provenientes del estudio donde Robins tenía a Jacson.
“Dígale a los muchachos que no lo maten!”, dijo el Viejo. “Tiene que hablar”.
Dejé a Trotsky con Natalia y entré al estudio. Jacson yacía sobre la mesa cercana. En el piso había un instrumento ensangrentado, que a mi modo de ver era un pico de cateador, pero con la parte de atrás con forma de hachue-la. Me lancé a la lucha contra Jacson, pegándole en la boca y en la mandíbula abajo de la oreja, rompiéndome la mano.
A medida que Jacson recobraba su conciencia lanzaba gemidos. “Encarcelaron a mi mamá… Sylvia Ageloff no tuvo nada que ver con esto… No, no fue la GPU. No tengo nada que ver con la GPU…” Subrayaba las palabras que lo diferenciaban del GPU como si de golpe se hubiera acordado que el libreto de su papel decía que aquí había que hablar en voz alta. Pero ya se había delatado. Cuando Robins redujo al asesino, Jacson pensó que era su fin. Se había retorcido aterrorizado; de sus labios escaparon palabras que no pudo controlar: “Me obligaron a hacerlo”. Había dicho la verdad. La GPU lo obligó a hacerlo. Corneü irrumpió en el estudio. “Las llaves no están en el auto”. Trató de encontrarlas en ía ropa de Jacson pero no lo conseguió. Mientras buscaba, corrí a abrir las puertas del garaje. En unos segundos Corneü estaba en cambio, en nuestro auto.
Esperamos a que Corneü volviera. Natalia y yo estábamos arrodillados al lado del Viejo, sosteniendo sus manos. Natalia había limpiado la sangre de su cara y había puesto hielo sobre su cabeza, que ya se estaba hinchando. “Le pegó con un pico”, le dije al Viejo. No le pegó un tiro. Estoy seguro que sólo es una herida superficial”. “No”, respondió. “Yo siento aquí (indicando el corazón) que esta vez han logrado”.
Traté de darle confianza, “No, es sólo una herida superficial; se va a mejorar”.
Pero el Viejo sólo sonrió levemente con sus ojos. El sabía… “Cuide a Natalia. Ha estado conmigo muchos, muchos años”. Apretó mi mano mientras la miraba. Parecía estar bebiendo sus rasgos, como si estuviese por dejarla para siempre, comprimiendo, en estos segundos veloces, todo el pasado dentro de una última mirada. “Lo haremos”, le prometí. Mi voz parecía lanzar entre los tres el entendimiento de que este realmente era el final. El Viejo sostenía nuestras manos, apretándolas de pronto. De repente saltaron lágrimas de sus ojos. Natalia lloró desconsoladamente, volcándose sobre él, besando su mano.
Cuando el Dr. Dutren llegó, los reflejos del lado izquierdo del Viejo ya estaban fallando. Unos minutos después, la ambulancia vino y la policía entró en el estudio para llevarse al asesino.
Natalia no quiso dejar que lleven al Viejo al hospital –fue en un hospital de París que su hijo, León Sedov, había sido asesinado sólo dos años antes.
Por un momento o dos, el mismo Trotsky, acostado en el piso, tuvo dudas.
“Iremos con usted”, le dije.
“Dejo que tú decidas”, me dijo, como si ahora estuviera dejando todo en manos de los que lo rodeaban, como si los días en los que tomaba decisiones fueran cosa del pasado.
Antes de haber ubicado al Viejo en una camilla, susurró nuevamente: “Quiero que todo lo que tengo sea de Natalia”. Entonces, con una voz que penetraba profundamente hasta los mejores sentimientos de los amigos arrodillados a su lado… “La van a cuidar…” Natalia y yo hicimos el triste recorrido con él hasta el hospital. Su mano derecha se perdía encima de las sábanas que lo tapaban, hasta que tocaron una palangana cerca de su cabeza y encontró a Natalia. Trotsky susurró, tirándome para bajo con insistencia, cerca de sus labios para que yo escuchara: “Es un asesino político. Jacson es miembro de la GPU o un fascista. Lo más probable de la GPU”.
Impresiones de Jacson estaban recorriendo la mente del Viejo. En las pocas palabras que le quejaban, me estaba diciendo el curso que él pensaba que debería seguir nuestro análisis del ataque, sobre la base de los hechos que ya teníamos. La GPU de Stalin es culpable pero debemos dejar abierta la posibilidad de que tuvieron ayuda de la Gestapo de Hitler. El no sabía que la tarjeta de presentación de Stalin en la forma de una “confesión” estaba en el bolsillo del asesino.
Las últimas horas
En el hospital, los médicos más importantes de México se reunieron en consultas. El Viejo, exhausto, herido de muerte, con los ojos casi cerrados, miraba hacia mi lado desde la angosta cama del hospital, y movía débilmente su mano derecha. “Joe, ¿tiene… un… cuaderno?” ¡Cuántas veces me había hecho la misma pregunta! Pero en tono vigoroso, con la sutil ironía que nos lanzaba acerca de la “eficiencia norteamericana”. Ahora, su voz era pastosa, casi no se podían distinguir las palabras. Hablaba con mucho esfuerzo, luchando contra la oscuridad que lo invadía. Me apoyé en la cama. Parecía que sus ojos habían perdido esos destellos veloces de la enérgica inteligencia tan característica del Viejo. Sus ojos estaban fijos, como se ya no percibieran el mundo exterior y sin embargo sentí esa voluntad enorme apartando la oscuridad que lo extinguía, negándose a cederle a su enemigo hasta haber cumplido su última tarea. Despacio, entrecortado, dictó, escogiendo dolorosamente las palabras de su último mensaje a la clase obrera en inglés, un lenguaje que le era extraño. ¡En su lecho de muerte no olvidó que su secretario no hablaba ruso!
“Estoy cerca de la muerte por el golpe de un asesino político… que me dio en la habitación. Peleé contra él… iniciamos,… una… conversación sobre estadísticas francesas… él me golpeó… Por favor dile a mis amigos… Estoy seguro… de la victoria… de la Cuarta Internacional… Adelante.”Trató de decir más cosas; pero no se podían entender las palabras. Su voz fue desapareciendo, los ojos cansados se cerraron. No volvió a la conciencia.. Esto ocurrió alrededor de dos horas y media después de haber sido golpeado.
Tomaron una radiografía de la herida y los médicos decidieron que era necesaria una operación inmediatamente. El cirujano a cargo del hospital hizo el trabajo delicado de trepanar delante de los principales especialistas mexicanos y los médicos de la familia. Descubrieron que el pico había penetrado siete centímetros, destruyendo mucho tejido del cerebro. Algunos de estos médicos declararon que el caso no tenía solución. Otros le dieron al Viejo la oportunidad de pelearla. Luego de más de veintidós horas de la operación, la desesperación se turnó con la esperanza de que sobreviviría. Durante horas terribles escuchamos la respiración pesada del Viejo mientras yacía en la cama del hospital. Con su cabeza afeitada y vendada, era sorprendente el parecido con Lenin.
Nos acordamos de los días en que habían dirigido la primera revolución triunfante de la clase obrera. Natalia se negaba a salir del cuarto, no comía, miraba con los ojos secos, las manos entrelazadas, con los nudillos blancos, mientras las horas pasaban una tras otra durante esa noche larga y terrible. Y el día siguiente, que fue interminable. Los informes de los médicos veían signos favorables, una mejoría ocasional y, hasta el final, sentimos que de alguna manera, este hombre que había sobrevivido a las cárceles del zar, los exilios, tres revoluciones, los juicios de Moscú, sobreviviría este golpe traicionero sin nombre que le había dado Stalin. Pero el Viejo tenía más de sesenta años. Había estado mal de salud durante unos meses. A las 19:25 del 21 de agosto, entró en la crisis final. Los doctores trabajaron durante veinte minutos, utilizando todos los métodos científicos que tenían a su disposición. Pero ni la adrenalina podía revivir el gran corazón y la gran mente que Stalin había destruido con un pico-hacha.