martes, 30 abril 2024 - 03:41

28 de junio de 1914. El atentado de Sarajevo y el inicio de la Primera Guerra Mundial

Un atentado, un príncipe asesinado y el inicio de una carnicería que dejaría millones de muertos, heridos, ciudades arrasadas y el inicio de una época de crisis, guerras y revoluciones a nivel mundial. La traición de la socialdemocracia y el establecimiento de un gobierno obrero en Rusia.

Una guerra de rapiña y el agotamiento del sistema

El 28 de junio de 1914 un grupo de jóvenes adherentes a la organización “Joven Bosnia” asestó una serie de atentados contra el Imperio Austro-Húngaro, uno de los cuales provocó la muerte de Francisco Fernando, heredero al trono y de la duquesa Sofía Chotek. Inmediatamente el Imperio austro-húngaro declaró la guerra al reino de Serbia, el Imperio ruso acudió en defensa del segundo y Alemania en apoyo al primero. Pronto se sumaron al conflicto bélico, de un bando o del otro, Gran Bretaña, Francia, el Imperio otomano, Japón y en un abrir y cerrar de ojos, todo el planeta se encontraba en guerra. Aunque la batalla se concentró fundamentalmente en Europa, también hubo grandes enfrentamientos en otros continentes.

Pero lo que inició la Gran Guerra no fue el atentado. Ya desde hacía años se venía acumulando una gran tensión entre los principales Estados de Europa, sobre todo entre el Imperio británico, al que le costaba mantener su hegemonía, y Alemania que había llegado tarde al “reparto” de los países coloniales, pero era de los países más pujantes y con mayor desarrollo industrial que el resto. Estados Unidos, que se encontraba territorialmente lejos del conflicto, era otra de las naciones más desarrolladas, pero todavía muy joven como para declararse el imperio de los imperios, por eso tardaría más tiempo en ingresar al conflicto, aunque su participación fue decisiva para la derrota alemana.

El triunfo de la burguesía sobre el feudalismo supuso un gran avance para la humanidad. Junto con el establecimiento del capitalismo como sistema social y económico dominante, se dieron grandes avances que fueron muy provechosos para la humanidad, las fuerzas productivas se desarrollaron a niveles que nunca antes había podido darse bajo otros sistemas como el feudalismo o el esclavismo. Pero muy rápido el capitalismo se encontró con los límites de sus propias contradicciones.

La dicotomía entre producción social y acumulación privada fueron acrecentando las contradicciones del sistema, la burguesía imperialista buscaba nuevos mercados y para ello debía eliminar a sus competidores. Ese conflicto que no podía darse únicamente de forma económica tuvo su desenlace bajo la forma de una guerra total que provocó la muerte de casi 20 millones de soldados y civiles en todo el planeta, millones de heridos y también la destrucción de ciudades y fábricas.

En 1887, Engels iba a predecir la tendencia del capitalismo imperialista hacia una guerra total: “Y, finalmente, la única guerra que le queda por librar a Prusia-Alemania será una guerra mundial, una guerra mundial, además de una violencia hasta ahora inimaginable. De ocho a diez millones de soldados se atacarán mutuamente y, en el proceso, dejarán a Europa más desnuda que un enjambre de langostas. Las depredaciones de la Guerra de los Treinta Años se comprimieron en tres o cuatro años y se extendieron por todo el continente; hambruna, enfermedad, la caída universal en la barbarie, tanto de los ejércitos como del pueblo, a raíz de una miseria aguda, dislocación irrecuperable de nuestro sistema artificial de comercio, industria y crédito, que desemboca en la quiebra universal, el colapso de los viejos estados y sus sabiduría política hasta el punto en que las coronas rodarán por las cunetas por docenas, y nadie estará cerca para recogerlas; la absoluta imposibilidad de prever cómo terminará todo y quién saldrá vencedor de la batalla. Solo una consecuencia es absolutamente cierta: el agotamiento universal y la creación de las condiciones para la victoria final de la clase obrera”.

La Catedral de Albert, después de la segunda Batalla del Somme

La traición de la socialdemocracia y el inicio de una nueva época

El estancamiento del capitalismo se tradujo en una gran tragedia para la humanidad, significó el freno en el desarrollo de las fuerzas productivos y su transformación en fuerzas destructivas, es decir, los avances tecnológicos y científicos ya no fueron en provecho de la mayoría de la sociedad, sino, todo lo contrario, primó el desarrollo de la industria armamentística, toda la maquinaria capitalista fue puesta al servicio de la expansión imperialista destruyendo todo lo que se encontraba en su camino. Con el estancamiento de las fuerzas productivos y su conversión a destructivas, se inició una nueva época: el de la revolución obrera y socialista. La clase obrera, con años de experiencia organizativa y con poderosos partidos y sindicatos tenía como tarea derrocar a los gobiernos burgueses e imponer su propio gobierno para acabar con la guerra.


Pero la realidad no fue así, los dirigentes de los partidos socialdemócratas de todo Europa, devenidos en una aristocracia obrera, estaban asimilados al parlamentarismo y subordinados a sus burguesías. Hacía años que renunciaron a la lucha por la revolución socialista y de manera oportunista levantaron la tesis de que la lucha por reformas dentro del capitalismo poco a poco llevaría al socialismo. En vez de denunciar la guerra como una matanza de obreros y destrucción, se montaron a la ola chovinista reaccionaria, traicionaron a la clase obrera mundial y se pasaron al lado de sus burguesías nacionales. El primer caso fue el de la socialdemocracia alemana, que votó a favor de los créditos de guerra en agosto de 1914. Así la II Internacional, de ser un instrumento para la emancipación de la clase obrera, se convirtió en instrumento del capitalismo, en un freno para la revolución socialista.

Soldados franceses tras un ataque del ejército alemán

Convertir la guerra imperialista en guerra civil

Los primeros en comprender la brutal traición de apoyar la guerra fueron los revolucionarios Vladimir Lenin y León Trotsky. Ambos agitaban la consigna de convertir la guerra imperialista en guerra civil; en otras palabras, voltear las armas hacia el enemigo interno. A pesar de la fiebre nacionalista de comienzos de la guerra, denunciaron el carácter imperialista y genocida de este y sin miedo explicaron a la clase obrera que su tarea no era ir a dar la vida en una guerra que en nada les beneficiaba, que el enemigo no se encontraba en las trincheras fronterizas sino que era su propio gobierno y que la lucha es de clases, no de naciones.

Los marxistas revolucionarios siguieron organizando a los obreros conscientes y agitaron a los soldados a que se rebelen contra la guerra. Sin hacer apología a la idea de “cuanto peor el nivel de vida, mejores oportunidades para la revolución”, los revolucionarios fueron conscientes que tarde o temprano estaría planteada la insurrección, ya que la guerra agudizó exponencialmente todas las contradicciones del sistema, haciendo que seguir la guerra sea insoportable para las masas.

Así sucedió en Rusia, cuando tras una serie de sucesos, los obreros y bolcheviques impusieron un Estado obrero y socialista, acabaron con la guerra, repartieron las tierras, nacionalizaron las fábricas y pusieron en pie una nueva internacional en miras a expandir la revolución, dando nacimiento a la Tercera Internacional.

Lenin en la Conferencia de Zimmerwald

Hacia fines de la Primera Guerra Mundial y cuando esta terminó, se desarrollaron insurrecciones obreras y socialistas en toda Europa, no solo en Rusia, aunque solo esta última terminaría triunfando. Las contradicciones de la Primera Guerra Mundial no se resolvieron y unas décadas después el mundo asistió a una Segunda Guerra Mundial de peores consecuencias. Al día de hoy seguimos viviendo en la época del capitalismo de crisis, guerras y revoluciones.

Las muertes obreras se siguen contando por miles en medio de una pandemia global sin que se vea su fin; y se combina con una recesión económica que supera a todas las anteriores, colapso sanitario mundial, guerras regionales, polarización social y estallidos sociales y rebeliones populares en todo el planeta.
Es el deber de los trabajadores conscientes organizarse y poner fin a la agonía del capitalismo, reemplazándolo por un sistema socialista.

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