Todo imperio se construye con sangre, mentiras, destrucción y muerte. El caso de la consolidación de la hegemonía Imperialista de EEUU en la post segunda guerra mundial parece no ser ajeno a este axioma siniestro.
Hace 79 años EE.UU. lanzó la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima y 3 días después, el 9 de enero la masacre continuaría con el ataque nuclear a la ciudad de Nagasaki.
Las frías cifras nos aproximan a dimensionar el horror y la barbarie de los crímenes de lesa humanidad cometidos por Estados Unidos: Se estima que las bombas mataron a 166 000 personas en Hiroshima (el 65% de sus 255.000 habitantes) y 80.000 en Nagasaki (cerca del 30% de su población) totalizando unas 246.000 muertes. Más del 90% de la víctimas eran civiles.
Estos actos han sido considerados uno de los mayores crímenes de lesa humanidad del siglo 20, al igual que lo ocurrido con el holocausto, un genocidio que tuvo más de seis millones de víctimas, la mayoría judíos, así como personas homosexuales, comunistas y toda aquella persona opositora al régimen Nazi.
Las mentiras para justificar un crimen atroz
La historiografía oficial norteamericana ha construido un relato justificatorio de tamaña acción criminal, realizada por el único país del mundo capaz de utilizar armas nucleares de destrucción masiva contra población civil,
El argumento seudo pragmático y “humanitario” fue que la utilización de las bombas en realidad salvó vidas (sic).
Según esto, los japoneses no estaban dispuestos a rendirse y EEUU se hubiera visto obligado a invadir con el consiguiente costo en vidas norteamericanas y japonesas.
Así, en una suerte de retórica canalla se argumenta que las 246 mil personas muertas en Hiroshima y Nagasaki representan una pequeña fracción de las vidas que se hubieran perdido de continuar la guerra y tener que invadir Japón.
El entonces presidente Truman, responsable directo de la decisión del bombardeo, escribió en sus memorias que la decisión de bombardear Japón se basaba en la expectativa de salvar “medio millón de vidas norteamericanas” en el combate por las islas.
Este relato cínico fue aceptado casi universalmente por casi 40 años cuando las investigaciones del historiador norteamericano Gar Alperovitz (1) mostraron que los norteamericanos habían descifrado el código diplomático secreto de los japoneses unos meses antes. Y por ende ya sabían que el Emperador japonés Hirohito estaba dispuesto a rendirse siempre y cuando se le permitiese retener su posición de jefe de Estado. Esta tesis, sostenida por varios historiadores posteriormente, mostraba que EEUU no necesitaba usar la bomba atómica para poner fin a la guerra contra Japón en 1945.
Alperovitz sostiene que mucho antes de que ocurrieran los bombardeos en agosto de 1945, ya a fines de abril de 1945, la inteligencia estadounidense había informado a su gobierno que los japoneses probablemente se rendirían cuando la Unión Soviética entrara en la guerra, si se les aseguraba que la rendición no implicaba la aniquilación nacional. Un documento del 29 de abril del Equipo de Inteligencia Conjunta lo expresó de esta manera: “Si en algún momento la URSS entra en la guerra, todos los japoneses se darán cuenta de que la derrota absoluta es inevitable” (1),
En la Conferencia de Potsdam (julio/ agosto de 1945), las potencias vencedoras de Alemania habían acordado una fecha del ataque planificado del Ejército Rojo a las posiciones japonesas en Manchuria: el 8 de agosto; la guerra en Europa había terminado el 8 de mayo.
Una de las muchas razones por las cuales se esperaba que la entrada de la Unión Soviética definiera la guerra, era que desafiaría directamente al ejército japonés en lo que había sido una de sus fortalezas más importantes, Manchuria.
A su vez, indicaría que de manera categórica al gobierno japonés que no había más esperanzas, una vez que la tercera de las grandes potencias ya no fuera neutral. Y quizás aún más importante, con la economía japonesa en desorden, los líderes japoneses tenían miedo de que los grupos izquierdistas pudieran ser alentados políticamente si la Unión Soviética desempeñaba un papel importante en la derrota de Japón (1).
Las verdaderas razones de una infamia histórica
Diversas investigaciones históricas vienen no sólo poniendo en jaque el relato oficial norteamericano, sino que incorporan elementos para comprender la verdadera motivación para este crimen de guerra (2).
El verdadero objetivo era político-militar. EEUU se proponía, ya desde el inicio de la guerra, definir el reparto del mundo a su favor y consolidar su hegemonía imperialista a nivel mundial.
Los acuerdos de Yalta y Potsdam redefinieron el mapa del mundo según los intereses de las potencias ganadoras. Allí se sentaron EEUU, Gran Bretaña y la Unión Soviética. A partir de esto la burocracia estalinista soviética profundizó su línea de no expandir la revolución y sólo anexó territorio en Europa del Este para su propia defensa. Prueba de ello es que en Grecia, Francia e Italia los Partidos Comunistas entregaron los procesos revolucionarios a las burguesías de esos países.
A pesar de tamaña traición y del propio Stalin, la Unión Soviética era un aliado poco “confiable” para el imperialismo norteamericano, ya que continuaba siendo un Estado Obrero y, quizás lo más importante, era percibida por las masas del mundo como la vencedora de la Alemania Nazi.
El lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki fue un acto criminal preventivo del imperialismo para intentar disciplinar a los trabajadores del mundo a su nuevo orden. Limitando el poder de la Unión Soviética por un lado y exhibiendo su poderío militar destructivo como disuasorio de cualquier resistencia de los pueblos, por el otro.
Esa “pax americana” de postguerra, inaugurada a sangre y muerte sufrirá su primer gran golpe recién en los 70 con la derrota militar en Vietnam, demostrando tanto los límites del poderío militar imperialista como el poder revolucionario del movimiento de masas.
1) Atomic Diplomacy: Hiroshima and Potsdam. New York: Elizabeth Sifton and Penguin Books, 1985.
2) “History and the Public: What Can We Handle? A Round Table about History after the Enola Gay Controversy”. Journal of American History, Vol. 82, No. 3, December 1995.