En la primera parte se abordó el análisis de las vanguardias literarias predominantes en la primera mitad del siglo XX en Argentina. En esta segunda parte se intentará repetir la operación con la segunda mitad focalizando los años 50, 60 y 70.
El boom latinoamericano en la Argentina
En los años 50 del siglo XX se afianza una corriente literaria que deviene de un fenómeno más continental que es el famoso y tan sobredimensionado “boom” latinoamericano. El integrante de ese “boom” en nuestro país fue el magistral y genial escritor Julio Cortazar. En Argentina fue líder indiscutido de esa corriente. Sus vínculos con Borges lo ubican entre los escritorxs argentinxs más brillantes de todos los tiempos. Cortazar expresa un arte de excelencia que no se aleja de lo popular, del progreso y la argentinidad pero dialécticamente se extiende al mundo y a las tendencias mundiales: la posguerra, la guerra fría y las revoluciones de posguerra en particular la cubana de 1959.
El izquierdismo literario argentino tuvo una característica muy positiva: no fue panfletario y a respecto celebro este concepto tan claro de Cortázar en una conferencia en Cuba en 1970: […] Yo creo, y lo digo después de haber pensado largamente todos los elementos que entran en juego, que escribir para una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir revolucionariamente, no significa, como creen muchos, escribir obligadamente acerca de la revolución misma. Por mi parte, creo que el escritor revolucionario es aquel en quien se fusionan indisolublemente la conciencia de su libre compromiso individual y colectivo, con esa otra soberana libertad cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Si ese escritor, responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, o psicológica, o vuelta hacia el pasado, su acto es un acto de libertad dentro de la revolución, y por eso es también un acto revolucionario aunque sus cuentos no se ocupen de las formas individuales o colectivas que adopta la revolución. […]
No obstante Cortazar no escribió para la vanguardia, no escribió para satisfacer lectores ideológicamente afines sino que escribió para el público general, buscó que sus textos, sus cuentos y novelas sean populares en el más amplio sentido del término. Su primer libro de cuentos Bestiario data de 1951. Casa Tomada es un cuento de terror, sin espamentos; hurga en el miedo a lo desconocido, expone cómo ese miedo se apodera de las personas y las expulsa del goce de la vida pero también habla de la usurpación y de la impotencia frente al saqueo cotidiano. Ómnibus, en el mismo libro, habla de la amenaza, de la persecución, de todas aquellas situaciones cotidianas en las que nos sentimos en peligro, en la que fantasmas urbanos sobrevuelan nuestras mentes y no comprendemos que esos fantasmas son los mismos de carne y hueso que nos rodean. En Final de juego (1956) en el cuento No se culpe a nadie la ironía y el humor se mezclan con el espanto o el estupor. En Todos los fuegos (1966) -otro libro de cuentos- en Autopistas del Sur la alienación de la sociedad está descrita con belleza y desparpajo y en La señorita Cora un cuento coral donde el dolor y la tristeza se van deslizando mostrando su lado más desgarrador, Cortazar abandonó su aura fantástica mostrando con igual maestría el drama humano sin sonrojarse. Sus Historias de cronopios y famas (1962) y Rayuela (1963) -su novela más extensa- muestran hasta dónde pudo llevar la ficción este autor. En todos estos textos Cortazar no se apartó ni un minuto del oficio, no se desvió del arte y nunca cayó en el facilismo del “arte popular”, el “realismo socialista” y tantas otras invenciones que el estalinismo creó para encorsetar la libertad de pensamiento y expresión en sus dominios, ya sea en la ex-URSS o en los círculos de los PCs del mundo. Y eso que era afín al comunismo y al PC.
Las tres vanguardias y algo más
En los tiempos en que asomaba Cortazar, un extraño escritor polaco nacionalizado argentino, huyendo del nazismo y el estalinismo, Witold Gombrowicz, se afincó en Buenos Aires (entre 1939-1963) e inauguró una nueva vanguardia literaria rompiendo con los cánones de escritura y los sentidos que hasta entonces reinaban en los círculos de las letras vernáculas. De la vanguardia witoldiana o a partir de ella surgieron varios escritores que desplegaron su producción a fines de los años 50 y sobre todo en la década del 60. Su obra fue ignorada por el público más amplio pero inspiró a muchos escritorxs. Entre ellas Ferdydurke, Trans-atlántico, Pornografía, Diario Argentino y Bacacay. Al llegar a los años 50 hay dos líneas literarias de vanguardia enfrentadas : la línea Borges-Bioy-Casares-Las Ocampo vs la linea witoldiana. En lo esencial representaban dos estéticas muy diferentes. La primera continuaba la estética de las vanguardias europeas y la segunda huía de estas estéticas intentando crear una propia con materiales devenidos de una especie de sociología narrativa de los bajos fondos porteños. La influencia de Gombrowicz se profundizó en esos tiempos. Sobre todo en Piglia quien ve en este raro artífice de las letras un leit-motiv.
Particularmente tres autores son considerados por Piglia como las naves insignia de la vanguardia: Manuel Puig, Rodolfo Walsh y Juan José Saer. A la vez tan distintos y tan iguales, estos escritores que tomaron la tradición borgeana y cortazariana emprendieron un viaje que va de la ficción al realismo y retoman el camino a la ficción enriqueciendo sus letras en cada círculo recorrido. El más notorio en este sentido es Rodolfo Walsh de quien se dice fue el creador del género conocido como No-Ficción (NON Fiction) aunque ese título está en disputa con el norteamericano Truman Capote contemporáneo de Walsh[1]. Como sea, a partir de Operación Masacre (1957) este autor transformó un hecho policial de connotación política en una novela sin apartarse de la crónica de los sucesos. Un trabajo minucioso que puso en relación el periodismo de investigación con la literatura. Y la filiación peronista de Walsh nunca opacó su oficio y su despliegue de intriga, suspenso y misterio como en Esa Mujer (1965) o en ¿Quién mató a Rosendo? (1963). El género policial y de suspenso adquiere en Walsh un carácter de denuncia a la vez que de perfecta armonía de las palabras. No es poética aunque sí estética. A respecto Piglia rescata de Walsh ese valor estético intrínseco, ese nuevo rol social de la literatura que los años 60 marcaron en Argentina. Su origen católico irlandés contrastaba con su devenir como militante; aunque tuvo cierto parentesco con ese origen católico de Montoneros, Walsh nunca adhirió a la doctrina social de la Iglesia y mantuvo su narrativa libre de contaminación doctrinaria.
Manuel Puig, el más esteta del grupo, desarrolla una narrativa carente de signos ideológicos directos y plagada de metáforas aunque con relación a los escenarios políticos circunstanciales como lo refleja en El beso de la mujer araña (1976), en Boquitas pintadas (1969) o en Pubis angelical (1979). Puig es vanguardista en sus formas, su estética, su romanticismo no naif, su descaro y sus imágenes tan vivaces. Es un innovador en muchos sentidos[2]. El beso de la mujer araña instala una historia en la que NO existe narrador: es cien por ciento diálogo, y sin embargo el narrador es quien cuenta las “películas”, el tierno personaje de Molina, presidiario y homosexual que logra quebrar el machismo ferreo de su compañero de celda, Valentín, un guerrillero dogmático que termina enamorandose de este. En Pubis Angelical introduce una estrategia de narración diferente ya que asume la tragedia de los años 70, las muertes en el enfrentamiento entre militantes armados y la Triple A desde la perspectiva de una mujer que sufre una enfermedad uterina. Esta imagen contrapuesta entre el dolor, el sufrimiento, el vientre materno y la tragedia política demuestra cuán arriesgada era la literatura de Puig y cuanto enalteció el arte de la escritura con su relato simple y melódico. Fue una escritura “escénica” por eso sus obras han sido llevadas al cine de un modo tan magistral[3]. Hay otros cuentos y novelas brillantes de Puig pero estas me parecen son las fundamentales.
Por último quizás el más “neutral” de los tres es Juan José Saer, autor de Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), Glosa (1985) y unas 9 o 10 novelas más, además de varios libros de cuentos y ensayos en los que también despliega el oficio teórico de la literatura como en El concepto de ficción (1997) y La narración-objeto (1999). A pesar de su aparente indiferencia política, los relatos de Saer tienen un impacto social y cultural que lo llevaron a autoexiliarse en Francia y desde allí realizó la mayor parte de su obra literaria. Tal como sucedió a Cortazar, París acuñó su talento explotándolo al máximo. Sus libros han sido traducidos a muchos idiomas y es considerado entre los mejores escritores de nuestra literatura. La prosa de Saer es pulcra y punzante. Su obra es ficción, no es realismo mágico pero tampoco se hunde en el barro de un “realismo” que no tiene para ofrecer más que un crudo espejo de la realidad. Por el contrario, los personajes de Saer son tan cotidianos como inquietantes. Nada pasa en sus novelas o cuentos hasta que el conflicto aparece y nos derrumba sin aviso.
A este grupo habría que agregar -para hacer justicia- al propio Ricardo Piglia que no se advierte a sí mismo como parte de esa vanguardia que sin duda conforma. De hecho Plata Quemada (1966) -también llevada al cine- es una crónica policial novelada de un carácter dignamente walshiano. Tal vez Piglia en cierto modo los sintetiza, aunque también es de ascendencia borgiana; es conocido su profundo y extenso análisis de la obra de Borges que incluso motivó un ciclo televisivo poco antes de su muerte.
Todos estos escritores fueron la crema de los 60 y los 70. Son los años del Instituto Di Tella[4], es la época de la pulseada intelectual con los esbirros de las dictaduras militares de Aramburu, de Ongania, de Lanusse. Una década de alta resistencia pero también de gran ofensiva de lxs trabajadorxs. Son los años del Cordobazo y del ascenso obrero-estudiantil y en medio de eso y en disputa entre diversas corrientes de pensamiento que van desde los partidos de izquierda, el peronismo, el guerrillerismo, etc., se suceden escuelas de estilos y corrientes literarias que recogen el signo de los tiempos que transcurren. Lo harán desde una perspectiva popular pero también anti-sistémica. El Di Tella canalizó estas vanguardias en las distintas artes que iban desde las artes plásticas, el cine -en especial el de cortometrajes-, la música experimental y la poesía libre sin patrones métricos y con sentidos diferentes a los tradicionales.
Son los años de Alejandra Pizarnik, de Aída Bortnik, de Elsa Borneman, de María Elena Walsh. Aparecen jóvenes y desafiantes Abelardo Castillo, Liliana Heker, Mario Levrero. Asoman Eduardo Galeano como expresiòn rioplatense, Osvaldo Soriano y también Mario Benedetti, uruguayo igual que Galeano y expositor de una narrativa de época brillantemente expresada en La Tregua donde lo humano y la lucha contra los prejuicios ganan una nueva dimensión. La poesía de Pizarnik desafía las convenciones poéticas y también al patriarcado literario como otrora lo hizo Alfonsina Storni. Desgraciadamente con el mismo y triste final: el suicidio. Aunque en esas muertes se advierte las garras criminales de la sociedad del prejuicio.
Al pensar estas tres vanguardias como un lugar de resistencia se advierte que en ellas hay tres elementos clave para entender la literatura en los años 60 y 70 de Argentina: 1) un sentido social y cultural nuevo que refleja el ascenso obrero, estudiantil y popular de esos años motorizado por las revoluciones de la segunda mitad del siglo XX 2) una estética diferente contrapuesta a la estética convencional del establishment 3) una estructura narrativa y poética nueva, más flexible, que rompe con el esquema clásico de la narración basada en inicio-desarrollo-final, que juega con los tiempos, con los verbos y con un lenguaje más aproximado al coloquio popular.
Debemos profundizar el análisis y la reivindicación de esta maravillosa generación de escritorxs que tiende a ser olvidada. Leamos sus obras. Repensémoslas. En la próxima y última entrega abordaré la generación de los 80 pos-dictadura y la revolución femenina y disidente en la literatura argentina desde los 90 hasta hoy.
Orlando Restivo
[1] Truman Capote fue sindicado como el creador del género no-ficción cuando publicó […] “A sangre fría Narrada en tercera persona omnisciente, A sangre fría ha sido ensalzada por su realismo y la conjunción de una narrativa tradicional con un reportaje periodístico. Capote definió al libro como perteneciente a un nuevo género, que en idioma inglés denominó non fiction novel o novela testimonio. Mucho se ha discutido sobre el acierto de esta calificación. En 1957, nueve años antes, el escritor argentino Rodolfo Walsh había publicado Operación Masacre, donde ya se utiliza el método de ficcionar hechos reales periodísticos, aplicado a un crimen de estado.”[…] (Wikipedia)
[2] […] Aunque desde la pubertad se asumió como homosexual, escribió y militó respecto a este tema, llegando a declarar que algo tan «banal» como la sexualidad no puede definir la identidad de una persona y, por otro lado, opinó que la actividad de las agrupaciones homosexuales tendían a incurrir en el error de separar la cuestión homosexual de otras agrupaciones, comunidades o sectores sociales. Con todo, fue miembro fundador del Frente de Liberación Homosexual en 1971 junto al sociólogo e historiador Juan José Sebreli, el abogado y escritor Blas Matamoro y el poeta y escritor Néstor Perlongher.[…] (Wikipedia)
[3] Boquitas pintadas fue filmada en 1974 por Leopoldo Torre Nilsson con Alfredo Alcón en el protagónico; El beso de la mujer araña fue filmada en 1985 por Hector Babenco y tiene como protagonistas a Raúl Juliá, William Hurt y Sonia Braga y Pubis Angelical fue dirigida por Raúl de la Torre y protagonizada por Graciela Borges, Alfredo Alcón y Pepe Soriano.
[4] El Instituto Di Tella fue un centro de investigación cultural sin fines de lucro en Argentina. Fue fundado el 22 de julio de 1958 por la Fundación Di Tella en homenaje a la memoria de Torcuato Di Tella. Se hizo famoso por su rol en el desarrollo de las artes visuales, el teatro, la música, y el cine en la década de 1960.En sus inicios albergó a las vanguardias del teatro, la música y la pintura. Allí dieron sus primeros pasos artistas luego consagrados. Su actividad marcó una nueva era en el arte local. Posteriormente el centro fue ampliado para abarcar todas las ciencias sociales con el objeto de apoyar la investigación social.En mayo de 1970 cerró definitivamente sus puertas.