jueves, 28 marzo 2024 - 13:59

Roberto Arlt. El irreverente

A 80 años de su muerte recordamos a uno de los imprescindibles de la literatura y el periodismo argentinos, Roberto Arlt.

Jamás será superado el feroz servilismo

y la inexorable crueldad de los hombres de este siglo.

Creo que a nosotros no ha tocado la horrible misión

 de asistir al crepúsculo de la piedad y que no nos queda

otro remedio que escribir deshechos de pena…

Roberto Arlt, “Autobiografía” 1929

Y que el futuro diga.” Con esa escueta frase cerró Roberto Arlt el prólogo/manifiesto con el que inició Los Lanzallamas, novela publicada en 1931 como continuidad de Los siete locos. Desde ese futuro decimos hoy, a 80 años de su muerte en una maltrecha pensión porteña, estas líneas que intentan conmemorar a uno de los referentes ineludibles de la literatura y del periodismo argentinos.

Arlt nació en el barrio porteño de Flores el 26 de abril de 1900. Autor de cuatro novelas inmortales –El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929), Los lanzallamas (1931) y El amor brujo (1932)- y de decenas de relatos breves que poblaron revistas y diarios de su época -algunos de ellos compilados en El jorobadito (1933) y en El criador de gorilas (1941)-, es uno de los íconos de una transformación sin precedentes en la narrativa nacional. Sus personajes más entrañables fueron los ofendidos, los humillados, los locos, los vencidos por el tedio, los falsos profetas y los bandidos, quizás como una manera de acercarse a aquellos que lindan los márgenes de un sistema político, cultural y social que nunca compartió.

Hijo de inmigrantes, en su casa paterna se hablaba mucho alemán pero poco y nada de castellano, lo que le acarreó dificultades en sus estudios primarios y motivó desaciertos ortográficos en su escritura que mantuvo aún en su adultez, situación que causaba sorna en ciertos “colegas”. Los aprietos económicos marcaron su niñez y su juventud, en las que la pobreza fue una de sus inherentes compañeras. Esto lo llevó tempranamente al mundo del trabajo, en el que se desempeñó como pintor, mecánico, soldador y obrero portuario, hasta que comenzó sus labores en el periodismo. Autodidacta desde pequeño, su obsesión por autores como Dostoievski lo llevó hasta la literatura.

Tenaz crítico del ambiente artístico de inicios del siglo XX, afirmó en una de sus famosas aguafuertes que “el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto. Engaña a la opinión pública, consciente o inconsciente. No revisa sus opiniones.  Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haberlo escrito él”. Por eso construyó, con actitudes y prácticas, un perfil que desentonaba con el imaginario del intelectual tradicional. Ajeno a los buenos modales y a la corrección discursiva, refugiado tras bobinas de papel de sucias redacciones, entremezclado entre la gente de los suburbios, desvelado en busca de algún invento que lo sacase de la pobreza, describe en su literatura historias trágicas que transitan la crueldad de una sociedad absurda en la que sus habitantes solo aspiran a zafar.

Con una poética agresiva, grotesca, desproporcionada, creó inolvidables antihéroes -como Silvio Astier o Remo Erdosain- que han quedado fijados para siempre como emblemas literarios. Desde ellos, así como desde los personajes de su obra dramática La isla desierta, representó la angustia y las frustraciones de la clase media porteña y de los sectores populares ante una realidad amenazante y opresiva, producto de una civilización que agobia con sus grises rutinas como único resquicio de supervivencia.

Su obra literaria e incluso gran parte de la periodística tienen como escenario la ciudad y la crisis de los proyectos modernizadores de las primeras décadas del siglo XX. Si bien no es el único escritor que comenzó a tomar lo urbano como escenario en esos tiempos, Arlt fue quien logró consolidar un estilo propio del espacio que habitaba, sobre todo porque con él Buenos Aires no ingresó en la literatura meramente como tema o ambiente, sino también como lenguaje: “Escribo en un idioma que no es propiamente el castellano sino el porteño. Sigo una tradición. Y es acaso para exaltar el habla del pueblo, ágil, pintoresca y variable, que interesa a todas las sensibilidades. Ese léxico, que yo llamo idioma, primará en nuestra literatura a pesar de la indignación de los puristas, a quienes no leen ni leerá nadie”. Con ese lenguaje, sintetizado en el ya célebre “rajá, turrito, rajá” con el que el farmacéutico Ergueta increpa a Erdosain en Los siete locos cuando éste va a pedirle dinero prestado, los personajes de las novelas y los cuentos de la literatura nacional empezaron a hablar definitivamente como el hombre de la calle.

Esa Buenos Aires que se representa en sus obras aparece además con todo el peso de su contexto histórico, de las situaciones políticas y sociales internacionales que atravesaban -y terminaban de darle fisonomía- a nuestra condición periférica. La inestabilidad social, económica y política, el ascenso de los totalitarismos, la llama marxista, la salida de la Primera Guerra Mundial y el inexorable camino hacia la segunda, junto con los drásticos cambios civilizatorios de la modernidad, cruzan las subjetividades de sus personajes. Los suyos no son solo seres arraigados a un espacio -porteños-, sino también, y sobre todo, a un tiempo. Allí es donde se los comprende en toda su dimensión. Solo una mente extremadamente lúcida podía construir narraciones de esa calidad e innovación enraizadas en un lugar tan específico pero a la vez incluyendo la magnitud de la complejidad social que se desplegaba en su entorno. Esa mente era la de Arlt.

Como todo precursor de la lengua literaria, del ambiente de sus obras, de la crónica periodística, requirió del desparpajo para hacerse camino. Con un estilo áspero, desafiante, prolífico, utilizando la hipérbole y la ironía como procedimientos humorísticos a partir de los cuales insertó la risa en la denuncia de la tragedia diaria, dio rienda a la “prepotencia de trabajo” que afirmó tener también en aquel prólogo de Los Lanzallamas: “Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un ‘cross’ a la mandíbula. (…). El porvenir es triunfalmente nuestro. Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la ‘Underwood’ que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora”.

Su carrera se inició en 1916 con la publicación del relato Jehová. Cuatro años después editó en Córdoba El diario de un morfinómano, obra prácticamente inhallable, pero fue con El juguete rabioso que logró espacio como narrador. Posteriormente, con Los siete locos/Los Lanzallamas consolidó un estilo que con el tiempo lo elevó a la categoría de clásico. Desde los años `30 se aferró a la escritura de obras de teatro -300 millones (1932), Saverio, el cruel (1936), El fabricante de fantasmas (1936), La isla desierta (1937), África (1938), La fiesta del hierro (1940), El desierto entra a la ciudad (1942)-, con las que cumplió un rol protagónico en el nacimiento y despliegue del teatro independiente a partir de que gran parte de sus producciones fueran puestas en escena en el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta.

La literatura de Arlt comenzó a ser valorada años después de su muerte, pero como cronista logró fama y prestigio inmediato entre sus contemporáneos. Desde 1916 su tarea como periodista fue casi ininterrumpida. En los diarios Crítica y El Mundo, como antes en la revista Don Goyo publicó sus Aguafuertes porteñas, columnas diarias en las que daba sus impresiones sobre un tema de actualidad que ocurriese en la ciudad, estableciendo así una especie de radiografía suburbana, un registro minucioso de la Buenos Aires de las décadas del ´20 y del ´30. En 1935, El Mundo lo envió a España y África, desde donde escribió las Aguafuertes Españolas.

En consonancia con su postura insumisa, a fines de los `20 comenzó a colaborar, bajo seudónimos, en el periódico Bandera Roja y en la revista Actualidad, mediosligados al Partido Comunista Argentino; y en 1932 fundó, junto con Elías Castelnuovo, la Unión de Escritores Proletarios -UEP-, una fugaz entidad gremial cuyos objetivos principales eran la defensa de la Unión Soviética y la lucha contra el fascismo, además de, como su nombre lo indica, percibir la escritura como un oficio más entre aquellos que realizan los verdaderos productores de una sociedad: los trabajadores. Seguramente desde esa perspectiva es que puede comprenderse la angustia que recorre su lacónica crónica sobre el fusilamiento del militante anarquista Severino di Giovanni por parte de la dictadura de Uriburu, publicada bajo el título He visto morir.

Arlt falleció en esa orgullosa soledad que pregonaba, en una fría pensión de Buenos Aires, el 26 de julio de 1942. Hoy sabemos que ese día se fue uno de los escritores que moldeó para siempre la literatura argentina, y que junto con su obra eterna quedó el vacío generado por su muerte, un vacío que perdura hasta este futuro que dice, pero que no lo puede llenar.

Leonardo Candiano

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