Sujetos de inalienables derechos reconocidos internacionalmente, una importante cantidad de niñas, niños y adolescentes viven en la intemperie: hambreadas, hacinadas, castigadas, desamparadas, perseguidas, excluidas, postergadas.
Pero el hambre y la pobreza que afecta a la absoluta mayoría de lxs chicxs de nuestro país no es lo peor. Lo peor es que la desesperación por la falta de plata y la desesperanza por la ausencia de futuro, profundiza el más aterrador de todos los males: la orfandad afectiva. Que no sólo afecta a lxs chicxs; también a las personas adultas. Porque somos gracias a lxs otrxs. Porque la posibilidad de un vínculo amoroso con nuestrxs hijxs nos dona (o no) un sentido hondo para vivir.
Es un innegable signo de época. Y digo que es más aterrador que el hambre porque agudiza necesariamente el aniquilamiento del otro como opción.
Las personas adultas estamos tan sumergidas en nuestros problemas por el mundo demencial en el que vivimos, que lo único que podemos ofrecerles a lxs más chicxs es -en el mejor de los casos- entretenimiento chatarra; o bien, gritos para que se callen, para que nos dejen descansar, porque no damos más. El pueblo trabajador no da más.
Y como las personas adultas más castigadas por este sistema del horror no dan más, casi no queda resto para atender a las necesidades de la escuela, de lxs amigxs, para festejarles los logros, para celebrar el cumple, para mirarlxs a los ojos y mimarlxs como quisieran… como necesitan. Ese lazo, el lazo humano, es lo más preciado que tenemos. Destruir ese lazo, no recomponerlo a tiempo, es el crimen más grande que se está cometiendo ante nuestros ojos.
La orfandad afectiva, esa combinación entre desesperación y desesperanza, nos lleva a aferrarnos a discursos de odio. Así construimos un enemigo, que siempre es un otro “más débil”, y volvemos a encontrar un sentido que ordena.
Que nuestras sociedades adultocéntricas no logran reparar integralmente en las necesidades de las nuevas generaciones no es novedad. Pero hay que reconocer que si no desplegamos colectivamente políticas de esperanza, de sentido comunitario, de construcción de cierta certidumbre sobre la resolución de las necesidades básicas, por un lado; y si no nos reencontramos con los ojos y las expectativas de las nuevas generaciones, el futuro próximo va a ser apocalíptico.
Ya estamos tarde. Pero, así y todo, la única lucha que se pierde es la que se abandona.
Santiago Morales – Sociólogo, educador popular y papá de dos hijos.
Doctorando en Ciencias Sociales (CONICET/UBA) e investigador en el Instituto de Estudios de América Latina y El Caribe (IEALC-UBA), donde co-coordina el Grupo de Estudio “Niñeces y juventudes en América Latina y El Caribe”.
Desde hace 15 años acompaña a niñas, niños, niñes y adolescentes de sectores populares en procesos de participación y organización buscando burlar el adultocentrismo.
Integra “Ternura Revelde”, un equipo de educación popular con infancias.