La última temporada de incendios no termina aún. Toda Argentina ardió este invierno, y continúan activos varios focos. A principios de septiembre, el país estuvo segundo en el ranking de la Global Forest Watch[1] (Monitoreo Global de Bosques), contando la mayor cantidad de superficie quemada después de Israel.
El espectáculo puede ser más o menos terrible, pero todos los años se manipula la conmoción popular alrededor del tema de los incendios para dirigirla a la trampa de la responsabilidad individual. De esta forma se pretende ocultar lo que es cada vez más inocultable: donde ayer hubo fuego hoy hay soja, canteras o barrios cerrados.
Una ley estéril
Sin embargo, desde el año 2009 está vigente la llamada Ley de Bosques Nativos cuyo objetivo eran evitar, precisamente, escenarios como el que tenemos al frente. Sin importar la provincia de la que hablemos, hemos visto deformar el espíritu de la ley hasta desactivarla casi por completo. En el proceso de regulación del uso del suelo se revela claramente la complicidad del gobierno con los empresarios, porque no sólo se realiza de forma deficiente en términos técnicos[2], sino que políticamente también se deja algún que otro resquicio por los cuales termina colándose el fin de lucro empresarial, como las excepciones para obras “de interés público”.
Esa complicidad ha permitido al gobierno, al menos aquí en Córdoba, disminuir los dolores de cabeza que la lucha del movimiento socio-ambiental viene ocasionando a sus socios de los sectores extractivistas y desarrollistas. La impunidad con la que se manejan estos es la prueba de que no existe la más mínima voluntad política de poner un tope a sus ambiciones privadas. La apropiación por despojo está a la orden del día. Esto es aún más notable teniendo en cuenta la existencia de gran cantidad de legislación ambiental, surgida al calor de las luchas antes mencionadas. Nos encontramos con un gobierno que responde a la conflictividad social con leyes muy bonitas, cuya vitalidad termina muriendo en el laberinto burocrático del estado cómplice de los empresarios y de algunas organizaciones que legitiman ese orden.
Y las comunidades que se organizan para defender sus territorios se enfrentan a esa trama de complicidad, para hacer cumplir las leyes que deberían protegerlos. Deben enfrentarse a intendentes inescrupulosos y a sus grupos de choque, deben enfrentarse a funcionarios provinciales cuyo trabajo parece ser entorpecer sistemáticamente cualquier reclamo. Finalmente, deben enfrentarse a la policía, que corona este espectáculo reprimiendo a quienes luchan. Garantizando siempre y antes que nada, los derechos del empresario delincuente. En ese gran sinsentido se mueve la política ambiental en la provincia.
Una propuesta desde y para las comunidades
La única vía posible para romper ese ciclo de complicidad destructiva, es liberar la participación popular en la gestión de la emergencia ambiental en la que estamos sumergidos. Son las comunidades las que conocen y habitan los territorios, y las más interesadas en frenar la destrucción y ordenar el uso del suelo. Son esos intereses los que deben ser protegidos por el estado por encima de los privados, según la Constitución.
En ese sentido fue que presentamos, a través de la legisladora Luciana Echevarría, un proyecto de Ley de Emergencia Ambiental, que hace hincapié en la participación popular para la evaluación del daño y la administración de la remediación, como así también para la definición del mapa de uso de suelo.
En la medida en la que el gobierno y la justicia sigan avalando atropellos a derechos colectivos, serán también responsables de la respuesta que los pueblos pongan en pie. El margen de mentiras es cada vez menor, si tenemos en cuenta la magnitud del desastre ambiental al que nos condujo la gestión socio-ambiental del gobierno y la experiencia que las comunidades vienen acumulando en la lucha, pero eso será motivo de una siguiente nota.
Luis Soul
[1] Global Forest Watch fue creado por WRI (World Resources Institute), en colaboración con 40 organizaciones que incluyen Google, la Universidad de Maryland (UMD por sus siglas en inglés), el Centro para el Desarrollo Global (CGD por sus siglas en inglés), ESRI, Imazon y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Esta colaboración reúne los más recientes avances tecnológicos y de análisis.
[2] La división del territorio en zonas rojas, amarillas y verdes (según el grado de intervención permitida) está documentada en un mapa cuyo grado de definición gráfica no sirve para determinar con precisión los límites de cada área.