sábado, 16 noviembre 2024 - 12:28

La asistencia social en el ojo de la tormenta. Una visión crítica e histórica desde el trabajo social

Resulta habitual que en las acciones callejeras de los movimientos sociales reclamando aumento en la asistencia y trabajo digno, alguien grite para denostarlos “vayan a laburar”, como si la contradicción esencial fuera asistencia versus trabajo. En estas páginas nos detendremos a demostrar que la contradicción en este caso, como en tantos otros, es capital versus trabajo.

¿Cómo surge la asistencia social en nuestro país?

Si bien previo al proceso inmigratorio de mediados del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX existían en nuestro país formas de ayuda social más o menos desarrolladas, la asistencia social institucionalizada no representa una continuidad de las mismas, sino por el contrario una ruptura con ellas para pasar a un mecanismo mucho más elaborado de contención social que se inscribe en la dinámica de la historia de la sociedad capitalista, atravesada por la lucha de clases.

El desarrollo del movimiento obrero argentino a partir de las oleadas inmigratorias, el crecimiento de las ciudades y la creación de los primeros establecimientos industriales (1880-1890) va generando el surgimiento de demandas colectivas para la atención de sus necesidades que ya no podían ser resueltas por la Sociedad de Beneficencia (entidad creada en 1823 por el presidente Bernardino Rivadavia y dirigida por las “damas” de la élite de Buenos Aires) ni por la Iglesia, pues no se trataba de la resolución de problemas individuales; sino de los reclamos de grupos poblacionales cuyas necesidades expresaban los emergentes de la “cuestión social”.

Así, la clase obrera con sus diversas formas organizativas llevaba a cabo luchas, protestas y huelgas para exigir una respuesta a sus reclamos, todas muy influenciadas ideológicamente por las corrientes anarquistas y socialistas que habían llegado con la inmigración al país. En 1878 la Unión Tipográfica fue el primer sindicato obrero en llevar a cabo una huelga que culminó con un importante triunfo: aumento salarial, delimitación de la jornada laboral y eliminación del trabajo infantil en los talleres gráficos. Se sentaba así un precedente histórico, las demandas colectivas se conquistaban a través de la acción colectiva organizada.

Sin embargo, la patronal también tomó nota: no todas las demandas serán cubiertas por ella, sino solamente aquellas vinculadas estrictamente al salario y las condiciones de trabajo, las demás ligadas a la reproducción de la fuerza de trabajo (salud, educación vivienda, alimentación, etc.) deberán ser atendidas por la intervención estatal, ya sea de manera represiva (cárcel, persecución y palos a quienes reclaman) o de manera asistencial. Se afirma entonces que el financiamiento público de la asistencia social surge de las contradicciones del mantenimiento de la fuerza de trabajo, ya que el salario en tanto precio de la fuerza de trabajo sólo cubre lo mínimo indispensable para la reproducción de la misma, el resto de las necesidades, tanto de los asalariados como de aquellos que son marginados del mercado laboral, serán atendidas por un sistema estatal de asistencia social que se irá complejizando con los años y agrandando o achicando de acuerdo a la situación de la lucha de clases y los vaivenes históricos de la pugna entre el capital y el trabajo.

¿Cómo llegamos a hoy?

Ya para los primeros años del siglo XX, Argentina tenía cientos de instituciones de tipo asistencial, educativas, sanitarias, mutualistas, vecinales, etc., que pretendían dar respuestas o buscar alternativas de distinto orden para enfrentar la “cuestión social”.

En 1918 el doctor Emilio Coni en su texto Asistencia y previsión social: Buenos Aires caritativo brinda datos sobre el funcionamiento de más de 800 instituciones, con epicentro en la ciudad de Buenos Aires: hospitales, asilos, cocinas populares, dispensarios, escuelas, colonias, cooperativas, baños populares, ligas y sociedades de lucha contra enfermedades, mutuales, círculos obreros, asociaciones de colectividades, etc. De esta manera cada una de ellas se encargaba de atender una parcialidad de lo social, procediéndose a la fragmentación de la cuestión social y por ende también a la dispersión de las demandas colectivas.

Con lógicas desigualdades, los 100 años que siguieron tuvieron un hilo de continuidad respecto del lugar de las políticas sociales del estado como instrumento para calmar o apaciguar las tensiones provocadas por las expresiones más agudas de la contradicción entre el capital y el trabajo. O dicho de otro modo: las migajas que el Estado tira a los sectores más vulnerables para que la desigualdad social no provoque estallidos que cuestionen el poder dominante.

Sin embargo es importante aclarar que conseguir esa asistencia implica enormes luchas y grandes conquistas. Por ejemplo, en esa lógica se inscribe el Plan Jefes y jefas de hogar desocupados implementado por decreto presidencial de Duhalde en 2002, luego de que el Argentinazo pusiera a toda la institucionalidad burguesa contra las cuerdas, tirando 5 presidentes en una semana y cuestionando todo lo establecido. Esa pobreza y miseria, luego de diez años de neoliberalismo salvaje estallaba en las calles y demandaba respuestas profundas, que si bien fue utilizado para frenar el malestar social, también hay que decir fue una enorme conquista de un movimiento piquetero que venía luchando desde los 90. Fue tal la conquista, que se le arrebató la gestión de los programas sociales a los punteros e intendentes del PJ para desarrollarla las propias organizaciones del territorio que son las que desde abajo y de manera autogestiva organizaban y organizan la asistencia en los barrios.

Veinte años después de la implementación de este programa que llegó  abarcar a más de 2 millones de personas a lo largo y ancho del país, hoy son más de 1 millón los beneficiarios de otros programas sociales similares. La pobreza alcanza a más de 10 millones de argentinos y argentinas y 2,4 millones no tienen ni siquiera para comer. Esta es la prueba más contundente de que esta política lejos de ampliar derechos y ser inclusiva fue sólo un instrumento para apaciguar el enorme malestar social y no revirtió ni siquiera mínimamente la estructura desigual de nuestro país que margina y empobrece a las y los trabajadores y sectores populares.

Respecto de esto, la vicepresidenta en su giro a la derecha para contentar al Círculo Rojo tuvo al menos dos digresiones en sus últimas apariciones públicas que ratifican un curso en contra de los movimientos sociales y anticipan más ajustes a la medida de lo que hoy pide el FMI:

  • En su discurso en el acto de la CTA dijo: “(…) cuando en el año 2003 Néstor asume como presidente (…) Había 2.200.000 planes Jefes y jefas de hogar,(…) Claro, había 22%, 23% de desocupación, dos dígitos. Cuando terminó la gestión en el Ministerio de Desarrollo Social quedaban algo así como el 10% de aquellos planes, 220.000 planes. (…) Hoy tenemos 7% de desocupación. Estamos solamente a 1,1 de alcanzar el 5,9 que teníamos allá por el 2015 pero tenemos 1.300.000 planes. Hay algo que va a haber que revisar porque con esa desocupación del 7% deberíamos tener menos planes sociales(…)El Estado debe recuperar el control, la auditoría y la aplicación de las políticas sociales que no pueden seguir tercerizadas”.
  • Luego en Calafate insistió con la idea: “una política que había desarrollado el presidente Duhalde, que lo hizo bien porque realmente la crisis del año 2001 era espantosa. Y se crearon planes que se llamaban Jefes y jefas de hogar. Esta mujer (habla de Alicia Kirchner) las recibió y a partir de ahí se comenzó a desarrollar una política, (…) mientras el Ministerio de Economía resuelve lo macroeconómico para volver a brindar oportunidades de trabajo reales, de empleo registrado a todos los hombres y mujeres del país, hay también paralelamente a esa tarea macro de la economía, la tarea de ir desde  Desarrollo Social acomodando a ese universo de hombres y mujeres que por distintas circunstancias quedaron fuera del mundo productivo y del sector del trabajo , acomodándolos a través de políticas que los vayan empoderando para que cuando la economía vaya creciendo y generando oportunidades tengan ellos los instrumentos y las manos para poder ser absorbidos por esa economía real, por esa economía formal”.

Estas declaraciones implican en los hechos dos intenciones básicas: la primera quitar el control de los planes sociales a las organizaciones genuinas del sector -que son las que se ponen al hombro todos los días los comedores y las acciones sociales en los barrios mientras el Estado mira para otro lado- para dárselo a los intendentes del conurbano. La segunda, reducir drásticamente la ayuda social para hacer los deberes como manda el FMI, argumentando al igual que la derecha, que son muchos e innecesarios.

Pero además lleva intrínseca una concepción burguesa de la ayuda social como mecanismo de arbitraje entre el capital y el trabajo, siendo el Estado el encargado de paliar las expresiones más agudas de la cuestión social (hambre, miseria, marginación), esperando que el mercado resuelva luego la incorporación laboral acorde a lo que necesite. Una nueva coincidencia con la derecha: que el mercado regule los procesos sociales.

Pero la situación lejos está de ser la que pinta sociales. Esos poco más de un millón de planes sociales no cubren ni mínimamente la inmensa demanda existente en los sectores populares, que aunque tienen trabajo son pobres y no tienen derechos. Veamos algunos datos: según el último informe disponible del INDEC (segundo semestre de 2021 publicados en marzo del 2022) la pobreza alcanza al 37,3% de las y los argentinos, son 10,8 millones de personas (la mayoría de ellos niños y niñas). Según estimaciones de la UCA ese dato hoy se eleva por encima del 39%,es decir que en estos meses de inflación desbocada, suba del dólar y medidas sociales ausentes más de 500 mil personas cayeron en la pobreza. Además, el 36% de los asalariados trabaja en negro y más de la mitad están subocupados (es decir que podrían trabajar más y están buscando más trabajo). Sintéticamente, de los 12,6 millones de asalariados, unos 9 millones tienen trabajo precarizado y/o su trabajo no les alcanza para vivir.

Esa es la realidad en la que se da el debate sobre la asistencia social, que se coloca en el centro de la escena para evadir otros temas que son los que de verdad injustamente se llevan la plata de todos. Por ejemplo, la fortuna de los multimillonarios latinoamericanos en la pandemia creció un 70%, en nuestro país los que encabezaron el ranking de los que más ganaron fueron Galperin de Mercado Libre; Bulgheroni de Pan American Energy; Pérez Companc; Roemmer con sus laboratorios y Eurnekian. Algunos de ellos estuvieron en la reunión del Consejo Interamericano de Comercio y Producción (CICYP), en la que Wado de Pedro se puso a disposición del gran empresariado mientras ellos lo elogiaron ampliamente. En esos bolsillos deberían estar buscando el dinero para sacar adelante el país, pero no sólo no lo hacen sino que les proponen definir juntos el proyecto de país y el perfil productivo de la Argentina. No es en asistencia social que se van nuestros fondos, sino en seguir sosteniendo este modelo para pocos. La evidencia más grande es que en un sólo día el gobierno le pagó al FMI más de la mitad de lo que destina anualmente a asistencia social para los sectores más empobrecidos: el presupuesto para desarrollo social 2022 es $376 mil millones y sólo el 10 de julio se le pagaron al FMI $175 mil millones.

¿Qué podemos hacer para terminar con la desigualdad?

Todo el arco político patronal desde Cristina hasta Milei, pasando por Larreta, Bullrich o Macri cuestionan la asistencia social, mientras no dicen nada de los que se llevan la guita en pala reventando nuestros bienes comunes y apoyan al unísono el pago de la estafa que significa la deuda con el FMI. No hay posibilidad de un plan alternativo que responda a las necesidades de los más postergados que venga de la mano de estos personajes. Desde la izquierda, por el contrario, acompañamos y somos parte de la lucha de los movimientos sociales, en defensa de los programas conquistados y también exigiendo trabajo digno, salarios acordes al costo de vida, condiciones laborales y todo lo que los planes flexibilizadores nos quieren arrebatar. Es posible hacer realidad esas demandas, pero para lograrlo, tal como la historia nos enseña, no se puede poner parches ni pretender conciliar intereses con los que nos arrebatan día a día nuestro futuro, hay que tomar medidas de fondo: dejar de pagar la deuda externa para tener disponible toda esa plata para las necesidades internas que son urgentes y no pueden esperar. Además de encarar un plan de reestatización de las empresas privatizadas, nacionalizar la banca y el comercio exterior, planificar una profunda reforma agraria y poner todos los resortes de nuestra economía a producir para satisfacer las demandas del pueblo trabajador.

En definitiva, superar de una vez y para siempre la contradicción esencial entre capital y trabajo, cuestionando al único sector que de verdad no trabaja: los empresarios parásitos y sus políticos funcionales.

Lucrecia Cocha. Docente, Lic. en Trabajo Social, delegada departamental por la oposición en UEPC.

Virginia Caldera Marsengo.  Lic. en Trabajo Social y dirigente del MST

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