En estos días asistimos asombrados a la introducción en la Cámara de Diputados de un proyecto del gobierno de LLA para bajar la edad de imputabilidad (responsabilidad penal) de 16 a 13 años, con el objeto de “resolver los graves problemas por los que atraviesa hoy la sociedad argentina”.
El proyecto en sí se manifiesta abiertamente inconstitucional (es violatorio a lo establecido por la Convención de los Derechos del Niño). La protección de los Tratados internacionales se extiende hasta los dieciocho años y la misma legislación Civil en Argentina establece que son menores de edad los que no hubieran cumplido 18 años (art.126 CC), la cuestión es a todas luces inconducente para resolver el problema de la violencia infanto juvenil. El encierro no solo criminaliza, sino que también genera condiciones para multiplicar la violencia.
Además, la incidencia de delitos cometidos por menores resulta insignificante en relación al total de delitos cometidos por adultos aprox. El 2% del total.
La cuestión vinculada a la política criminal del “estado de derecho” no puede ser analizada en forma aislada a la cuestión de las motivaciones generadoras de la violencia social, tema que se ha dado el llamar eufemísticamente como “inseguridad”.
En realidad, si nos atenemos a todas las connotaciones sociales que trae aparejada la expresión, resulta abarcativa desde el hurto de un celular hasta las grandes y elaboradas maniobras realizadas por el capital para blanquear el tráfico de estupefacientes o girar importantes sumas de dinero a paraísos fiscales.
Sin embargo, los crímenes mas gravosos para el conjunto del cuerpo social permanecen ocultos, y solo se reconoce como violencia la violencia que se ejerce sobre los cuerpos y de ello da cuenta la abigarrada información periodística. Pareciera que la violencia y la inseguridad solo se reducen a eso, y va generando en la “opinión pública” una ola de rechazo a los efectos de todas las otras formas de violencia (invisibles), como si los efectos se produjeran solo por efecto mágico que genera personalidades abyectas.
Como consecuencia de este criterio se reclama a viva voz que las políticas de Estado se encaminen a la represión de los hechos visibles, a la indiferencia frente a los no visibles, y al incremento de las penas para “el enemigo” (el enemigo venimos a ser nosotros los trabajadores y los etiquetados por “portación de rostro).
Como contrapartida, el político profesional invierte su discurso y gira hacia lo que le resulta más redituable: Promete “ley y orden”, es decir más represión, aumento de penas para la violencia callejera y “mano dura” para los menores que delinquen. Después de todo, es lo que la “opinión pública está pidiendo a gritos”.
Amplitud del concepto de inseguridad
Cuando nos referimos a la inseguridad, en primer lugar debemos darle al concepto la mayor amplitud posible. En segundo, tratar de detectar las causas que la producen, y tercero abordar soluciones integrales al problema.
Se nos dirá que este abordaje no es competencia del derecho penal, sino de otras disciplinas como la criminología o las políticas sociales de contención, y es verdad. El derecho penal y su consecuencia inmediata, la pena, no van a resolver un problema que tiene múltiples aristas. Valga en este caso una comparación en el ámbito de otras ciencias: así como en medicina no basta constatar los síntomas que identifican una enfermedad, sino buscar el abordaje para eliminarla de raíz. En materia de inseguridad no basta constatar hechos de violencia callejera, sino además abordar el conjunto de factores que la producen. Y esto ya es parte del ámbito de la política. Es imposible disociarlas. La política criminal de un estado es un fiel reflejo de su ideología.
Veamos un ejemplo: existe un amplio sector de la sociedad que presenta un alto grado de vulnerabilidad. En un artículo publicado por el diario La Gaceta de Tucumán, profesionales de la Secretaría de la niñez, adolescencia y familia de la provincia, analizando los datos de 2016 reconoce que hay “casi el doble, unos 325 chicos detectados en la calle constantemente…va variando, pero hubo un incremento del 50% de lo que veníamos trabajando hace un año y medio atrás”. Hecho que se agudiza en la región norte del país pero que puede verificarse sin problemas en el conurbano de cualquiera de las grandes ciudades. (Ver Diario La Gaceta del 30 de enero de 2017).
En el mismo artículo se señala que según datos proporcionados por la Unicef, uno de cada cinco niños es víctima de violencia sexual. También se señala que la situación de vulnerabilidad de los niños y niñas en la región es más grave, desde el momento en que la mayoría de esos niños de hasta 5 años, pasaron por “cuidados inadecuados” lo que se considera que ocurre cuando se quedaron solos o a cargo de otro niño menor de 10 años.
Según los funcionarios, esto se solucionaría en el marco de la Ley 26.061 de Protección integral de derechos de niñas, niños y adolescentes que crea la figura del defensor del niño con el objetivo de “velar por la protección y promoción de los derechos de niñas, niños y adolescentes consagrados en la Constitución Nacional, la Convención de los derechos del niño y las leyes nacionales”.
Se podrían dar muchos datos más acerca de la vulnerabilidad de franja extensas de la población infantil (no solo en la provincia), pero lo que debe quedar claro es que cuando hablamos de violencia, también se debe incluir la violencia que todo el cuerpo social ejerce sobre la franja vulnerable de la población. Especialmente los niños.
En las zonas marginales (en la mayoría de los casos invisibles para el conjunto) la violencia se ejerce sobre los sectores vulnerables de distinta manera. Es sabido que un 50% o más de la población tiene sus Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) falta de educación, salud, vivienda, alimentación y un largo etc. Es de suponer que en ese caldo de cultivo proliferan los peores contagios. El peor de todos, las adicciones (alcohol y drogas tremendamente destructivas como el paco). Hay inseguridad, pero la primera es la de los sectores vulnerables.
Un adicto puede robar, matar, prostituirse o hacer cualquier cosa para obtener el tóxico que generalmente le proporciona un “dealer” del barrio, que a su vez se encuentra subordinado a una cadena de distribución en cuya cúpula siempre encontramos al poder económico y político. Todo el mundo sabe que el narcotráfico resulta hoy uno de los negocios más redituables del mundo. Pero la cúpula resulta invisible, no solo para la opinión pública, sino también para las instituciones del sistema. Parece que solo existiera el eslabón final de la cadena, el consumidor y el “dealer”.
Cuando cae un “pez gordo” es porque generalmente hay otro sector del poder que está en el “negocio” que se lo quiere sacar de encima. Se rigen por otros códigos.
Víctimas y victimarios
Las instituciones solo se ocupan formalmente del problema, creando funcionarios, oficinas y todo un aparato burocrático que sirve para generar un la “opinión pública” la sensación de que algo se está haciendo, sin atacar las causas de la primera forma de violencia.
Sin embargo, resulta más redituable políticamente generar confianza (o al menos pretenderlo) atacando los efectos de esas causas. Es más visible informar que se va a duplicar el número de efectivos, que se van a incrementar las penas, o que se va a disminuir la edad de la responsabilidad penal de los menores que delinquen que invertir recursos para eliminar los factores que los llevan a delinquir.
Otro argumento que se utiliza es que la baja de la edad “de imputabilidad” no tiene fines retributivos sino “educativos” Y que las instituciones de “tratamiento” de los menores que delinquen pretenden reinsertarlos socialmente como “buenos ciudadanos”. Esto es una falacia denunciada hace años por prestigiosos criminólogos. Elías Neumann hace años lo expresó con meridiana claridad: “pretender enseñarle a una persona a vivir en libertad encerrándolo, es como pretender enseñarle a un niño a jugar al fútbol dentro de un ascensor”.
Eso explica la crisis de las instituciones de encierro. Volviendo a la analogía médica, es como si a un enfermo infectado, luego de curarlo, se lo devolviera al mismo ambiente que lo contagió.
No es un cuestión institucional sino sistémica
Cuando comenzamos la crítica al estado de la situación diciendo que el problema radica en el “desequilibrio de los mecanismos de control recíproco de las instituciones” volvemos a introducirnos en una falacia reproducida generalmente por los políticos. Las instituciones del sistema funcionan al servicio de los sectores dominantes (económicos, políticos, etc.). Esas instituciones no están manejadas por los sectores subalternos, en consecuencia pretender que los controladores se controlen a sí mismos resulta cuando menos una pretensión ingenua.
Probablemente en otro tipo de sociedad (socialista), en donde precisamente esos sectores subalternos tengan acceso al control de los problemas que generan la violencia social, comience un lento proceso de adecuación a una moral solidaria y a una realidad equitativa donde pueda ser erradicada todo tipo de violencia.
Mientras tanto, deberemos seguir poniendo la mira en las causas más que en los efectos. Probablemente en una sociedad-sistema enfermo como el que vivimos, la única manera de permanecer sanos sea la rebelión y no la adaptación ni la indiferencia.
Ángel Paliza- Docente de posgrado en la Facultad de Derecho de la UNT y especialista en derecho penal