La “Session #53″ de Bizarrap y Shakira, en solo 16 minutos alcanzó dos millones de visualizaciones en YouTube y disparó opiniones cruzadas, sobre la base de un gran apoyo de las feministas a la canción de la artista colombiana. En ese cruce, algunas voces feministas cuestionaron que la canción apunte contra Clara Chía Martí, la nueva pareja de Gerard Piqué, en un hecho que calificaron como falto de sororidad, una conducta esperable entre mujeres. Incluso, compararon la disputa con el #WandaGate, acusando a las mismas feministas que festejaban el hit de Shakira, de haber opinado lo contrario ante los dichos de Wanda Nara contra la “China” Suarez.
Quién le debe sororidad a quién, es algo que nunca terminó de quedar muy en claro. Pareciera que el término se fue tornando bastante viscoso y quizá, usado a conveniencia. En sentido, estas opiniones cruzadas pueden servirnos de disparadores para realizar algunas puntualizaciones. ¿Qué nos debemos entre mujeres? ¿Nos debemos algo?
La sororidad: un pacto político entre mujeres ¿al servicio de qué?
No es fácil dar algunos debates cuando el feminismo atraviesa ciertos riesgos. Por un lado, es lógica una segunda lectura, un segundo tiempo del feminismo, donde aquello que irrumpió con energía hoy debe ser reflexionado y problematizado (pero sobre la base de la primacía de la unidad en acción de los feminismos, de ese logro de la Cuarta Ola que construyó un movimiento fuerte, internacionalista y anti-sistema. Lejos quedó ese momento propio de los años 80, donde el feminismo se abocó al debate interno, a la crítica de sus propios preceptos, justo cuando acontecían des-articulaciones de diverso tipo). El feminismo del siglo XXI es de masas, y si bien siempre fue un campo de debates y disputas, la vorágine de las redes sociales, los ataques a sus conquistas, la apropiación discursiva por parte del establishment, entre otros elementos, ponen en riesgo mucho de lo ganado en el terreno ideológico y práctico. A su vez, su masividad coloca el desafío de una segunda lectura, intentando superar el destino de muchos discursos que “pegan la vuelta” y generan nuevos detractores. El reto, es poder pensar la maduración del debate feminista como una dialéctica, como un momento donde aquello que fue pensado como nueva verdad y fuente de certeza, hoy deba ser necesariamente contextualizado y debatido, en un “asenso de lo abstracto a lo concreto”[1] pero en el marco de lo inevitable: que un concepto se vuelva tan masivo, popular y utilizado, que, en sus diversos usos y acepciones, sea utilizado de forma un tanto oportunista. Tal como ocurre, seguramente, con el concepto de sororidad. El desafío es, entonces, no morir de éxito.
“Sororidad”, surgió como una nueva palabra, con significado ético, político y reivindicativo, definida como la relación de hermandad y solidaridad entre las mujeres para crear redes de apoyoque empujen cambios sociales. A nivel lingüístico, la palabra sigue el mismo patrón que fraternidad, cuya raíz latina es frater (hermano), pero en este caso la raíz sería soror (hermana), aludiendo así a la relación entre iguales de las personas de sexo/género (según la tradición teórico-política) femenino. Pero evidentemente la sororidad va mucho más allá del debate lingüístico y supone un salto del feminismo teórico –de hecho sisterhood se acuñó en el feminismo estadounidense entre los años sesenta y setenta– a una consigna que se extiende y apela a las mujeres a unirse y apoyarse frente a una cultura aún patriarcal y donde perviven enquistadas las discriminaciones y violencias.
En ese sentido, el término surge como un concepto político para unir esfuerzos de cambio social, pero de ningún modo significa un nuevo imperativo moral, ni mucho menos, la base de un manual de buena conducta. Tampoco implica ser condescendientes, ni reprimir afectos o pensamientos genuinos en aras de lo “políticamente correcto”. Ninguna mujer le debe a otra “sororidad” per se, o sea, por el siempre hecho de ser mujer. Se trata de una construcción que, ante todo, amerita debates estratégicos.
Historizar el término, analizar sus implicancias
El término sisterhood fue propuesto a fines de los ´60 por la escritora y activista estadounidense Kate Millet, una de las principales referencias del feminismo radical de la segunda ola, conocida por su obra Política Sexual. El significado de “hermandad de mujeres” (sister significa “hermana” en inglés) se mantuvo en la traducción a otras lenguas apelando al latín “soror” (sororité en francés, sorellanza en italiano, sororidad en castellano) para mantener su sentido. Millet buscó así nombrar a la unión de todas las mujeres “sin hacer distinción de clases sociales u origen étnico”[2] bajo la concepción de que la opresión de género era la predominante en toda una escala de opresiones, tal como el marxismo considera a la cuestión de clase. Dicha idea (y analogía) se plasma de manera clara en el célebre lema “Women of the world, unite” (“mujeres del mundo, uníos”).
Este marco teórico-político fue el que trató reflejar la fundación de la National Organization of Women (NOW) en 1966, entre cuyas fundadoras encontramos a la propia Kate Millet y a Betty Friedan, autora del libro La mística de la feminidad y figura central del feminismo liberal norteamericano. Diversas historiadoras coinciden en que el NOW, desde sus inicios, tuvo límites y problemas para comprender y aceptar la heterogeneidad de las mujeres, y para analizar el modo en que otras opresiones y situaciones de explotación interseccionan con la opresión sufrida por motivos de género. De hecho, no fue sino hasta cinco años después de su fundación que la organización reconoció la opresión específica vivida por las lesbianas, y son conocidos los enfrentamientos entre integrantes del colectivo STAR (Street Travestite Action Revolutionaries) con activistas de NOW, por excluir a las mujeres trans de sus actividades.
La crítica más organizada vino por parte de las feministas afroamericanas. En 1984, Hazel V. Carby, historiadora feminista y activista afrodescendiente, publicaba un artículo titulado “White Women, listen! Black feminism and the boundaries of sisterhood” (¡Mujeres blancas, escuchen! El feminismo negro y los límites de la hermandad) donde cuestionaba la propuesta del NOW y desmontaba la pretensión de universalidad del feminismo liberal y del feminismo radical (patriarcado, familia, reproducción), demostrando su dificultad para comprender la vida y las necesidades de las mujeres negras.
En ese sentido, la recuperación en el siglo XXI de la idea de “sororidad” por el movimiento feminista no parece tanto corresponder con la idea original de Kate Millet, y parece más bien referenciarse conceptualmente en los feminismos latinoamericanos y en la redefinición del término realizada por la antropóloga mexicana Marcela Lagarde, quien acuñó este término para luchar por la situación de las mujeres en Ciudad Juárez:
“Es una dimensión ética, política y práctica del feminismo contemporáneo –escribe–. Es una experiencia de las mujeres que conduce a la búsqueda de relaciones positivas y la alianza existencia y política (…) con otras mujeres para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y el empoderamiento vital de cada mujer”.
La sororidad también cuestiona la tan mentada rivalidad entre mujeres, incentivada precisamente por el patriarcado, que siempre daña y desgasta nuestras luchas y nuestras vidas. Se reivindica así de la complicidad femenina, pero no como un fin en sí mismo, sino para lograr objetivos de cambio social. Es una dimensión política, no una ingenua apelación a una supuesta solidaridad natural entre las mujeres. Porque no, no somos una hermandad. Somos sujetos conscientes, que establecen alianzas, tienen debates y se apoyan en las luchas colectivas.
Del debate en torno a un concepto, a la postulación de una estrategia
Así como Lagarde, en un artículo del portal “Mujeres en red” escribió “la sororidad es un pacto político de género entre mujeres que se reconocen como interlocutoras”, el término acuño también diversas detractoras, con diferentes argumentos. La escritora colombiana Carolina Sanín (quién hace poco fue motivo de muchas detracciones debido a sus opiniones transexcluyentes) calificó al término como “nefasto” y en una columna de la revista Vice al respecto escribió que “con demasiada frecuencia sirve para que unas mujeres, constituyéndose patriarcalmente en mayoría según la conveniencia, conminen a otras a que se controlen y no se opongan a otras mujeres”. Por su parte, para otras activistas como la columnista Catalina Ruiz-Navarro, es importante no confundir la sororidad con un “apoyo ciego” entre mujeres. En otra columna, la activista afrodescendiente Alejandra Pretel escribió aludiendo a las feministas occidentales ¿Cómo podía sentirme entre hermanas cuando me sentía constantemente violentada por ellas?
Estas líneas no agotan en absoluto las opiniones emergentes, pero retratan un debate que continúa vivo. En ese punto, es importante dimensionar la idea de Lagarde recién citada, cuando sostiene que la sororidad implica reconocerse como interlocutoras. Es decir, que introduce la dimensión de reconocimiento, de la validación de otras voces para enunciar las necesidades que nos atraviesan colectivamente, aunque nunca universalmente. Desde nuestra perspectiva, no hay sororidad sin solidaridad de clase, sin ese reconocimiento de que en nuestra diversidad sexual, étnica y política importa nuestra unidad para enfrentar el proyecto sociopolítico de las clases dominantes que nos excluyen, explotan y despojan.
Desde ese punto de vista, tanto el clasismo como la noción de interseccionalidad, complejizan los postulados del feminismo mainstream que muchas veces invisibiliza los lugares de los cuales ciertas mujeres somos excluidas. Nuestro feminismo, lejos de segmentar a una mujer en particular como el sujeto político de su lucha, busca articular con distintas causas y a partir de esa compresión entiende, a la sororidad como compromiso entre feministas que no sólo buscan deconstruir las relaciones sexo generizadas sino que abrazan luchas en defensa de los derechos humanos, de las clases trabajadoras, de los sectores oprimidos y de las causas socio-ambientales.
[1] Propio del método dialéctico, proceso que avanza desde la categoría o concepto a la síntesis de sus numerosas determinaciones, o sea una unidad de lo diverso.