Esta nota fue publicada originalmente en el sitio web de la Liga Internacional Socialista.
Por Imran Kamyana
En esta era de globalización, los cambios políticos y sociales en un país afectan inevitablemente a otras partes del mundo, incluso si ese país parece tener una importancia económica y geográfica menor. Comprender esto ayuda a explicar por qué, durante los últimos meses, los ojos del mundo han estado fijos en las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos, que se celebran el 5 de noviembre. Como la mayor potencia económica y militar de la historia, la política interna de Estados Unidos ha tenido importancia global durante las últimas ocho décadas. Sin embargo, las condiciones recientes, incluida una crisis económica general, un equilibrio de poder cambiante a escala global marcado por el declive relativo del imperialismo occidental en comparación con China, y el creciente caos y polarización en la sociedad estadounidense, han hecho que esta campaña electoral sea más controvertida y complicada que cualquiera anterior.
Históricamente, la fuerza y la confianza de la clase dominante estadounidense se han expresado a través de su profunda hegemonía sobre la política y el estado del país. Este dominio se ha sustentado en varios factores, incluido el desarrollo económico sin precedentes de Estados Unidos, una profunda y extensa base industrial, su superioridad tecnológica, su formidable poder militar y su influencia global. En este contexto, la clase dominante estadounidense ha empleado durante mucho tiempo el sistema bipartidista como herramienta clave de su poder político. Casi toda la historia política de Estados Unidos ha girado en torno a la competencia entre dos partidos dominantes.
El actual sistema bipartidista se estableció en la década de 1850, cuando los partidos Republicano y Demócrata surgieron como las dos tendencias políticas principales. En el discurso intelectual y el periodismo burgués, el Partido Republicano generalmente se clasifica como “de derecha”, mientras que el Partido Demócrata se etiqueta como “de izquierda”. Sin embargo, esta distinción puede considerarse razonablemente superficial y engañosa. La esencia de la política estadounidense tiene sus raíces en el engaño, como señaló Gore Vidal, un destacado periodista e intelectual liberal de izquierda, hace casi cinco décadas:
“Solo hay un partido en Estados Unidos, el Partido de la Propiedad… y tiene dos alas de derecha: Republicana y Demócrata. Los republicanos son un poco más estúpidos, más rígidos, más doctrinarios en su capitalismo laissez-faire que los demócratas, que son más simpáticos, más lindos, un poco más corruptos –hasta hace poco…– y más dispuestos que los republicanos a hacer pequeños ajustes cuando los pobres, los negros o los antiimperialistas se descontrolan. Pero, en esencia, no hay diferencia entre los dos partidos.”
Si examinamos el contexto más amplio, no sólo Estados Unidos sino también gran parte del mundo capitalista occidental ha operado dentro de un sistema bipartidista desde la Segunda Guerra Mundial, con oportunidades limitadas para los “outsiders” –salvo en circunstancias inusuales o casos excepcionales–. Este sistema reflejó en gran medida la manifestación política del auge económico de posguerra. Este auge aparentemente eterno produjo enormes ganancias y un crecimiento económico masivo, aunque al costo de una destrucción y un derramamiento de sangre sin precedentes a causa de la guerra, que en última instancia es lo que sacó al capitalismo de la Gran Depresión de 1929.
En las circunstancias peculiares del consenso de posguerra, había una capacidad para gestionar la sociedad utilizando políticas tradicionales, relativamente indiscutidas (principalmente el keynesianismo y su disyuntiva desempleo-inflación) tanto de derecha como de izquierda sin cuestionar significativamente los límites del sistema burgués. El dominio ideológico y político del orden liberal imperante era mucho más profundo que hoy, lo que permitió a las clases dominantes imperialistas instalar a sus representantes políticos electos (individuos astutos, hábiles y confiables, formados con décadas de educación, capacitación y experiencia) para mantener el sistema con una mínima perturbación.
Sin embargo, las primeras grietas en el orden liberal de posguerra comenzaron a surgir a fines de la década de 1970, principalmente debido a una disminución en la tasa de retorno del capital (rentabilidad). Inicialmente, se intentó cerrar esas grietas mediante la avalancha de políticas neoliberales. Además, el colapso del estalinismo en Rusia y Europa del Este, junto con el inicio de la restauración del capitalismo en China, brindaron apoyo ideológico y económico al imperialismo occidental. Sin embargo, figuras como Margaret Thatcher y Ronald Reagan encarnaron un proceso que se acentuaría cada vez más en las décadas siguientes.
La recesión económica que comenzó con la crisis financiera mundial de 2008 representó una escalada significativa de este proceso, socavando severamente los fundamentos económicos de la política burguesa clásica, ya sean las antiguas tendencias socialdemócratas de izquierda o los partidos liberales tradicionales de derecha. Esta erosión del panorama político es la razón por la que, desde 2011, han surgido nuevos movimientos de izquierda, aunque reformistas en la mayoría de los casos, junto con partidos y figuras populistas y de extrema derecha en varios países, algunos de los cuales han alcanzado el poder o están cerca de hacerlo.
Donald Trump, esencialmente un representante de una derecha iliberal y poco convencional, ejemplifica esta tendencia en los Estados Unidos. Estas figuras, que en muchos casos han ganado una influencia significativa tanto en el Estado como en la sociedad, atacan el orden establecido desde la “derecha” y buscan abordar la crisis del capitalismo a través de políticas cada vez más reaccionarias, intolerantes, despiadadas, miopes y a menudo racistas, lo que plantea desafíos significativos a los responsables políticos más serios del capitalismo imperialista (véase Proyecto 2025).
La popularidad de Trump refleja la creciente polarización y agitación dentro de la sociedad estadounidense, donde ataca implacablemente al “establishment” con su retórica y comportamiento imprudentes, arrogantes, moralistas y, a veces, abiertamente abusivos. De esta manera, quita el manto hipócrita de civilización, democracia y derechos humanos que a menudo oculta las repugnantes realidades del sistema explotador y opresivo conocido como capitalismo.
No es casualidad que se puedan establecer comparaciones razonables entre las personalidades de Donald Trump, Jair Bolsonaro e Imran Khan. Además, ha habido paralelismos sorprendentemente estrechos en los acontecimientos posteriores a su expulsión del poder. En este contexto, el presidente saliente de Estados Unidos, Joe Biden, ha advertido claramente que las próximas elecciones pueden no ser pacíficas. Esta situación es particularmente alarmante a la luz del incidente del 13 de julio, cuando la sociedad estadounidense parecía tan cerca de una posible guerra civil como la distancia entre la bala y el cráneo de Trump.
En última instancia, Trump, como sus homólogos en todo el mundo, no es un representante confiable y con visión de futuro del imperialismo. Es un capitalista pragmático y “práctico” que ve el mundo a través de una estrecha lente de aritmética simple, y que considera las ambiciones más amplias del imperialismo estadounidense como secundarias en el mejor de los casos. Algo similar puede decirse de su aliado doméstico, Elon Musk, quien, a diferencia de la burguesía de épocas anteriores –que por lo general intentaba parecer humilde, “apolítica” y no polémica, y operaba principalmente tras bambalinas– se comporta como un adolescente malcriado y extravagante. En el último tiempo, viene aportado un millón de dólares por día a los partidarios de Trump.
Desde Argentina hasta Brasil, y desde Estados Unidos hasta Pakistán y la India, el surgimiento de tales tendencias pone de relieve una crisis de liderazgo burgués, y deja cada vez más claro que manejar el capitalismo de manera tradicional se está volviendo insostenible. Es probable que los enfoques obsoletos e ineficaces del reformismo de izquierda y de derecha conduzcan al surgimiento de movimientos más radicales en los extremos opuestos del espectro político.
Sin entrar en los tecnicismos de las elecciones estadounidenses, basta con señalar que, a pesar de haber expulsado a Biden de la campaña y de haber introducido a Kamala Harris como candidata negra, relativamente inteligente, terrenal y popular, la campaña contra Trump se perfila como una competencia reñida. El fracaso de los demócratas a la hora de controlar a Israel en el ambiente geopolítico actual también ha socavado significativamente su credibilidad. Si bien existe la posibilidad de que Trump gane, es poco probable que acepte la derrota fácilmente.
En cualquier caso, los acontecimientos que se están desarrollando apuntan a una nueva crisis, que suma otra capa a la policrisis general del capitalismo. La CNN, adoptando un tono de irritación y consternación, comentó sobre el cierre de la campaña electoral de Trump:
«El domingo, Trump pronunció un discurso que puede augurar la presidencia más extrema de la historia moderna si vence a la candidata demócrata Kamala Harris el 5 de noviembre… Antes de hablar, algunos de los principales partidarios del expresidente lanzaron una retórica vulgar y racial. El ex candidato congresal David Rem se refirió a Harris como “anticristo” y “el diablo”, mientras que otros arremetieron contra Hillary Clinton, los “ilegales” y las personas sin hogar. El comediante Tony Hinchcliffe se refirió a Puerto Rico como una “isla flotante de basura”.
Gran parte del discurso de Trump rebosó de falsedades y exageraciones. Fue exactamente el tipo de retórica que la campaña de Harris cree que podría incitar a los votantes moderados y a los republicanos descontentos a votar por la vicepresidente. Pero también representa una apuesta del candidato republicano de que puede lograr una enorme participación de sus bases y activar a los votantes que normalmente no votan pero que están de acuerdo con su política de línea dura… La retórica virulenta contra los inmigrantes del ex presidente se sitúa al nivel de la demagogia más flagrante de una figura importante en cualquier nación occidental desde la Segunda Guerra Mundial.»
El medio masivo de comunicación liberal también describió a Estados Unidos como «una nación al borde del abismo», con «la oscura apariencia de Trump» acentuando la intensa sensación de tensión que ha cubierto al país a sólo una semana de una elección que puede representar un «punto de inflexión nacional». Vale la pena señalar que, si bien la campaña de Trump puede haber repudiado la «broma» hecha por Tony Hinchcliffe, las propias opiniones de Trump sobre los países devastados por décadas de saqueo, pillaje e intervenciones brutales del imperialismo, que resultaron en inmigraciones masivas y desesperadas a los EE. UU. y Europa, no han sido significativamente diferentes.
Todo esto refleja la obsolescencia y la decadencia de un sistema social que está sumiendo a la humanidad en el caos, el derramamiento de sangre y el sufrimiento una y otra vez. Pero las manifestaciones nauseabundas de la crisis de un sistema no pueden combatirse eficazmente dentro de los límites de ese mismo sistema, y la emancipación de él es claramente imposible sin transformar radicalmente la actual configuración de la economía, la sociedad, la política y el Estado mediante medios revolucionarios.