“Sólo vine a ver el jardín”
(Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carroll)
De tanto en tanto la humanidad produce un arte precioso, que perdura en el tiempo, que sigue interpelando la actualidad. Arte mediado por hombres y mujeres particularmente aferrados a lo que quieren expresar. Hombres y mujeres que, en general, no serán apreciados en su propia época. Visionarios y visionarias que, contra viento y marea, con un arduo trabajo, se abren camino hacia el futuro.
Mucho de eso son la obra y la propia Alejandra Pizarnik, la última poeta maldita, como la han nombrado muchos críticos ligando no solo su letra sino también su vida a aquellos franceses rupturistas. Malditos, dice el propio Verlaine en su manifiesto, porque venían a tirar por la borda la moral pacata de la Europa del siglo XIX; a trasgredir la tradición romántica y a sostener con sus cuerpos aquello que escribían. Experimentan lo desmedido en juegos al margen de lo políticamente correcto y desde ello enuncian.
Alejandra nació un 29 de abril de 1936, en el seno de una familia de inmigrantes rusos; adoraba a Rimbaud, fue amiga de Silvina Ocampo, ¿surrealista?, ¿renegada del trabajo?, ¿feminista y bisexual?, ¿soñadora trágica y rebelde?, ¿qué importa? En sus propias palabras: “Intenté todo en mi vida, periodismo, filosofía, pintura… pero solo la poesía le dio alivio a mis pensamientos. La poesía y el amor”.
Más allá del cuerpo
Los cánones de belleza femeninos fueron para Alejandra un elemento dramático. Ciertas medicinas eran de consumo libre en la década del ‘50. Las anfetaminas, sintetizadas para los combatientes de la guerra, se transforman junto con los barbitúricos en verdaderas píldoras mágicas para el sobrepeso, la depresión, la angustia.
Alejandra será desde su juventud una consumidora habitué de estas sustancias. Sin embargo, ninguna de ellas pudo aliviar su espíritu en permanente asedio. La escritura se transforma en una obsesión. Lectora y estudiante de los grandes nombres de la literatura y de la filosofía, Pizarnik es también una escritora del detalle, dedicada en cada vocablo que utiliza.
Luego de su muerte en 1972, su biblioteca y una gran cantidad de material inédito reflejan su tenacidad de cirujana de la palabra. Las páginas de los libros que leía están llenas de anotaciones, frases, segmentos reflexivos. Decenas de cuadernos, hojas sueltas mecanografiadas o escritas a mano, hojitas de pequeñas libretas, trozos de papel, se transforman en una especie de mecano tatuado de sí misma. La Alejandra verso, prosa, metáfora. También la Alejandra dibujante, cuando las voces no logran registrar su mundo interior: “adhiero la hoja del papel a un muro y la contemplo; cambio palabras, imprimo versos. A veces, al suprimir una palabra, imagino otra en su lugar, pero sin saber aún su nombre. Entonces, a la espera de la deseada, hago en su vacío un dibujo que la alude. Y este dibujo es como un llamado ritual (agrego que mi afición al silencio me lleva a unir en espíritu la poesía con la pintura)”[1].
Sobre el derecho al aborto, ella sostenía: “Esta pregunta hace referencia a un estado de cosas absurdo. Cada uno es dueño de su propio cuerpo, cada uno lo controla como quiere y como puede. Es el demonio de las bajas prohibiciones quien, amparándose en mentiras morales, ha puesto en manos gubernamentales o eclesiásticas las leyes que rigen el aborto. Esas leyes son inmorales, dueñas de una crueldad inaudita”[2].
Y también la Alejandra cuestionadora. Cuando en 1970 la revista Sur le preguntó si creía “que la sociedad actual necesita una reforma y que redundará en beneficios de la mujer”, Pizarnik fue escueta y directa: “No creo que la sociedad actual necesite una reforma. Creo que necesita un cambio radical, y es en ese sentido que pueden redundar beneficios para la mujer”.
Textos como miguitas de pan
“‘¿Qué es una obra?, ¿cuál es pues esa curiosa unidad que se designa con el nombre de obra?, ¿de qué elementos se compone? Una obra, ¿acaso no es lo que ha escrito alguien que es un autor?’. Vemos cómo surgen las dificultades. Si un individuo no fuera un autor, ¿acaso podría decirse que lo que ha escrito, o dicho, lo que ha dejado en sus papeles, lo que ha podido restituirse de sus palabras, podía ser llamado una ‘obra’? Cuando Sade no era un autor, ¿qué eran entonces sus papeles? Rollos de papel sobre los que, hasta el infinito, durante sus jornadas de prisión, desarrollaba sus fantasmas. Pero supongamos que se trata de un autor: ¿acaso todo lo que ha escrito o dicho, todo lo que ha dejado detrás suyo forma parte de su obra?”
(Qué es un autor, Michel Foucault, 1969)
El filósofo contemporáneo dispara una serie de interrogantes para argumentar la desaparición del autor y a qué nos referimos cuando hablamos de su obra. Pero para nuestra poeta todo era escribir y dibujar. Donde se podía. Papeles y tinta, pizarrón y tizas. Su obra es ella y viceversa.
De hecho, y a los pocos días de su muerte, sus amigas Olga Orozco, Ana Becciu y Elvira Orphée se dedicaron a recoger, organizar y resguardar las decenas de escritos diseminados por su departamento. La década del ‘70 se iba poniendo cada vez más compleja y violenta. El material de Alejandra se convierte en un tesoro difícil y peligroso, que va pasando por distintas casas. Olga teme que esos papeles estén en la suya. Finalmente, el grupo cercano decide que se trasladen afuera. De los contactos en Europa de Alejandra, el más cercano es Julio Cortázar. Allí irán, y cuando este muere quedarán con Aurora Bernárdez, su primera compañera. En acuerdo con la hermana de Pizarnik, Ana será nombrada albacea de la poeta y sus textos encuentran en la biblioteca de la Universidad de Princeton su destino final.
Nuevas publicaciones
Durante mucho tiempo, la poesía de Pizarnik fue patrimonio de un círculo de culto y, para el resto, solo una joven y desequilibrada suicida. El mito, la incomodidad. Pero la voz de Alejandra ingresó poco a poco entre las y los jóvenes que también se manifiestan en circuitos de poesía, que escriben y la leen. Escritura de futuro.
Desde el 2000 hacia el presente, la reactivación de ese material inédito, sumada a la necesidad de seguir indagando en el arte pizarkiano, generó publicaciones como la Versión corregida, ampliada y definitiva de los diarios de Alejandra Pizarnik (2013), por Ana Becciu, y la Nueva correspondencia (1955- 1972), editada por Ivonne Bordelois y Cristina Piña. Esta última está a la espera del lanzamiento de una nueva biografía de la poeta, ya que su anterior edición, con toda la información agregada a partir del develamiento de aquel material, quedó desactualizada.
Una canción de la Bersuit decía que“un muerto que no para de nacer”. Es así: Alejandra Pizarnik sigue naciendo y renaciendo en cada verso, en cada línea, en cada palabra.
Diana Thom
[1]Pizarnik, Alejandra; El poeta y su poema, 1963.
[2] Bellucci, Mabel; Historia de una desobediencia, 2014.