viernes, 22 noviembre 2024 - 09:41

Masculinidades revueltas. De conducir a acompañar

Durante la marcha del 24M en Mar del Plata, poco antes de la lectura del documento, pasamos con nuestra columna cerca de una agrupación que se hacía notar más que el resto. No sólo bombos y bengalas sino una insistencia en continuar la arenga aún cuando los demás queríamos escuchar a los disertantes. Se les pedía que hicieran silencio y nada. Fueron algunos personalmente y nada. Muchos varones (esto fue lo que me llamó la atención a mi) que  parecían boicotear el evento.

Seguramente hay otras explicaciones de por qué se cortaron solos y con tanto entusiasmo. Pero quisiera que sigamos la observación de que eran mayormente, si no todos, varones. Tal vez algo de la lógica masculina les hacía de motor para darle y darle al agite cuando ya nadie lo quería.

Tal vez algo les justificaba, en una lógica masculina que este protagonismo forzado debía entenderse como una demostración de fuerza revolucionaria.

Cuando digo masculinidad, así en singular, me refiero a esa masculinidad reinante, la que se impone como común denominador.  Que más o menos se distingue por mandatos de virilidad, exigencias continuas de competencia y comparación, demostración de agresividad, creencia de superioridad frente a los otros géneros y otras características que salen de la ilusión de creerse centrales e importantes y el miedo a que la realidad les diga lo contrario.

Todo esto es en modo grosero. Porque también, si esta masculinidad se hace presente, será el filtro desde donde pensamos, y actuamos todas nuestras propuestas políticas más elaboradas y fundamentadas.

Esto del género es muy revelador, en el sentido de que el impulso inicial de nuestros antecesores, puede ser leído de tal manera desde nuestra masculinidad que la fidelidad a esas plataformas terminen siendo fidelidad y repetición de esas formas masculinas dominantes, y que esta sea la razón de las distintas eficacias de nuestras acciones políticas y sociales.

Volviendo a los chicos y su agite privado, puede ser que en ellos encontremos las formas de una militancia capturada por socialización de género de la que no tienen conciencia.

Así como decimos de algunos no tienen conciencia de clase, también se puede decir, y con más actualidad: no tienen conciencia de género.

Para finalizar, esto tendría como consecuencia dos distintos imaginarios políticos. El imaginario es el lugar desde donde salen las estrategias, lo que consideramos enemigo, lo que vemos como conflicto, cómo nos percibimos nosotros mismos y la clase que representamos.

Todo esto puede tener dos posibles contenidos. El de la masculinidad hegemónica, con esa compulsión por ser el motor, el centro, el que tiene la palabra de lo que debería ser, el que dirige, lidera, el de las grandes finalidades que todos tienen que seguir. Y en esto nada se diferencia de los partidos y del Estado que queremos transformar. Todo termina siendo un juego violento de gobierno y oposición, una competencia donde todo vale y una lógica resultadista, de cargos, trofeos, medallas, símbolos muy lejanos a los cuerpos que en la calle protestan, la precariedad de la vida, lo que sienten y pueden desear miles de trabajadores y trabajadoras.

A estos últimos se los quiere totalizar, agrupar y unificar con un nombre como si fuera fácil. Pero este grupo o clase vista como débil y carente de objetivos revolucionarios, reclama una escucha, una sensibilidad que la realidad de la masculinidad no puede ofrecer. Su forma singular, simplificada no encastra con la diversidad de la realidad de cualquier trabajador y trabajadora, incluso no les satisface ser nombrados solo así.

De ser el centro, clavado en la tierra sobre el cual giran los vientos de la revolución, al dejarse llevar, a acompañar los giros y remolinos reconociendo la potencia de estos otros.

Este segundo imaginario político que rescata no solo la letra muerta sino el impulso de los que iniciaron el fuego, ya no tiene que combatir copiando las estrategias del rival, porque tiene más libertad para ser espontáneamente auténtico.

Y qué mejor forma de combatir el individualismo burgués, ese que se funda en la sólida masculinidad hegemónica, que ser nosotros mismos portadores de masculinidades, así en plural.

Esta falta de respeto al status quo, esta insolencia al orden burgués, nos trae una revuelta en la pauta misma de la socialización que nos imponen. Uno mismo, como reflejo de esa sociedad dividida y cerrada en clases se dispone y se abre al movimiento y cambio constante. Esta revuelta que para nuestra masculinidad significa una peligrosa pérdida de control, podría ser la clave de una experiencia propia de revolución de género, de ese filtro que no nos permitía percibir otras revoluciones incipientes por estar enfervorizados con nuestro agite de autobombo y bengala.

Marcelo Gil

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