jueves, 19 diciembre 2024 - 03:24

La invasión nazi a Checoslovaquia. O cuando se selló la inevitabilidad de la guerra

En la madrugada del 15 de marzo de 1939, Alemania invade Checoslovaquia, iniciando una de las acciones previas más importantes a la Segunda Guerra Mundial. Entre la pasividad de las potencias y el miedo a romper el equilibrio europeo, los nazis logran una victoria política que podría haber tenido otro final.

Checoslovaquia es un país extinto, que fue conformado por los actuales República Checa y Eslovaquia, esta unión política fue oficializada por el Tratado de Versalles luego de la Primera Guerra Mundial como forma de otorgarle la independencia a un territorio que había pertenecido al Imperio austrohúngaro, uno de los derrotados durante el conflicto bélico.

Al igual que la mayoría de los países europeos, dentro de sus fronteras se expresan múltiples etnias y pueblos con su idioma y costumbres, pero que aceptan con relativa independencia ser parte de una organización nacional que defienda intereses en común.

Durante el ascenso de Hitler al poder en Alemania, una de las grandes políticas propagandísticas era la teoría de reconstruir la “Gran Alemania” recuperando todos los territorios donde hubiera germano-parlantes, lo que incluía la zona de la cordillera de los sudetes de Checoslovaquia.

En 1938 Hitler había tenido su primera victoria política expansionista, con la anschluss (en castellano anexión) de Austria, justificada mediante un referéndum absolutamente viciado y fraudulento. Francia e Inglaterra protestaron, pero aceptaron la medida “democrática”.

Unos meses después lo mismo ocurriría con la zona del Sarre francés y los sudetes checoslovacos, ya esta vez sin legitimación ni excusas. Esto obligó a las potencias a dejar su posición de queja y “enfrentar” a Hitler.

Las potencias centrales intentaron mediar entre Alemania y Checoslovaquia por la vía diplomática, pero desde una posición absolutamente absurda, negando el carácter de nación agredida a Checoslovaquia y legitimando al régimen nazi, su ocupación y sus reclamos que quedaron expresados en los Acuerdos de Múnich. Con la ausencia del primer ministro checo, Hitler por Alemania, Chamberlain por Gran Bretaña y Mussolini por Italia, firmaban el acuerdo que sellaba el destino trágico de Checoslovaquia, pero también la sumisión de Inglaterra y Francia al poder de Hitler. No era el miedo al nazismo mismo lo que los impulsaba, sino el miedo al comunismo. En el régimen alemán y en Hitler veían la posibilidad de contención a los ascensos obreros.

Los nazis, apropiándose de la debilidad política de los líderes “democráticos”, no tardarían en avanzar en su plan de invadir todo el territorio checoslovaco el 15 de marzo de 1939, ante un impostado asombro de los gobiernos de casi toda Europa.

Checoslovaquia diezmada

Al haber perdido una serie de fortificaciones ubicadas en la frontera con Alemania en la zona cordillerana, ahora ocupada, Checoslovaquia había quedado completamente indefensa. El avance de las tropas nazis fue con poca o nula resistencia por parte del ejército checo. La promesa alemana de instaurar el “protectorado” de Bohemia-Moravia generaba confusión entre los soldados agredidos; entre quienes defendían el patriotismo checo y exigían la defensa contra el invasor, y quienes impulsaban la necesidad de una “alianza” por el gobierno germano, permitiendo la ocupación. El partido popular eslovaco, de tendencia fascista, impulso la propaganda entre trabajadores y campesinos de los beneficios de ser un territorio protegido por Alemania.

El gobierno democrático checoslovaco marchó al exilio, el presidente Edvard Benes, traicionado por los gobiernos de Inglaterra y Francia y por sus propios generales, buscó ayuda en el gobierno soviético. Encontrándose con un Stalin que no solo no oyó sus demandas, sino que tampoco enfrentó a Alemania.

La invasión del territorio checoslovaco le proveería a Hitler de madera y acero, tan necesarios para la carrera armamentística y además de una zona de “protección” para Alemania en caso de agresión de la URSS.

De colaboradores y traidores

La historiografía popular burguesa suele ubicar como causa central de la Segunda Guerra Mundial al rol individual de Adolf Hitler como figura política, como si la guerra hubiese ocurrido solo por la locura de un dictador. Cuando en realidad es mucho más profunda y tiene una explicación sobre la base de la situación económica y los márgenes de explotación capitalistas. Los gobiernos son las piezas de ajedrez que se mueven en ese tablero.

La Invasión a Checoslovaquia es una prueba cabal de que las políticas de los distintos gobiernos con respecto a Alemania fueron en gran porcentaje responsables de los hechos que llevaron al mundo a la guerra. No por omisión, sino por la necesidad de la burguesía internacional de impulsar el conflicto bélico y la carrera armamentística como medio de salir de la crisis en que se había sumido con la crisis de 1929. También el hecho que Alemania, la gran vencida en la Primera Guerra Mundial, había dejado atrás el Tratado de Versalles y se había convertido en un feroz competidor por el mercado mundial disputando de igual a igual a las potencias vencedoras, generaba tensiones entre las distintas burguesías. Pero el fantasma de levantamientos revolucionarios necesitaba del fascismo y especialmente del anticomunismo para evitar que triunfaran como se casi ocurre en España en 1936.

Trotsky señalaba:

“En la medida en que el proletariado se muestre incapaz, en un momento determinado, de conquistar el poder, el imperialismo comienza a regular la vida económica con sus propios métodos; es el mecanismo político, el partido fascista que se convierte en el poder estatal. Las fuerzas productivas se hallan en irreconciliable contradicción no solo con la propiedad privada sino también con los límites estatales nacionales. El imperialismo es la expresión de esta contradicción. El capitalismo imperialista busca solucionar esta contradicción a través de la extensión de las fronteras, la conquista de nuevos territorios, etcétera. El Estado totalitario, subordinando todos los aspectos de la vida económica, política y cultural al capital financiero, es el instrumento para crear un Estado supranacionalista, un imperio imperialista, el dominio de los continentes, el dominio del mundo entero”.[i]

En este caso, nos plantea que las derrotas de las revoluciones proletarias del periodo de entreguerras no fueron gratuitas, sino que abrieron el camino para la creación y surgimiento de los Estados totalitarios como respuesta a ese movimiento de masas. En el apartado de responsabilidades para que las revoluciones no triunfaran, como en el caso de España, el rol central lo tuvo el Stalinismo, cuando Stalin y su burocracia tenían el control del único Estado obrero del mundo.

“Los inocentones ‘pro soviéticos’ afirman que cae de maduro que el Kremlin espera derrocar a Hitler. El asun­to es distinto. Sin la revolución es inconcebible que caiga Hitler. Una revolución triunfante en Alemania elevaría enormemente la conciencia de clase en la URSS y haría imposible la permanencia de la tiranía de Moscú. El Kremlin prefiere el status quo con Hitler como aliado”.[ii]

La URSS había quedado fuera del Acuerdo de Múnich, y había criticado tanto la invasión de los sudestes como la toma del Sarre, pero Stalin no tenía ninguna intención de enfrentar a Hitler. La Purga de 1936 había debilitado al ejército rojo, al eliminar físicamente a su vanguardia y más capacitados oficiales y la teoría criminal del “socialismo en un solo país” lo llevaba a posiciones aun más defensivas, con la contradicción que esas mismas medidas beneficiaron a Alemania que invadiría Rusia en 1941. El stalinismo quería negociar con Hitler y lo logró con el vergonzoso pacto conocido como Molotov-Von Ribbentrop, donde no solo se acordaba la no agresión entre los ejércitos, sino que la URSS, además de cesar cualquier política de denuncia al fascismo, sería parte de la acción que iniciaría la Segunda Guerra Mundial al invadir en conjunto Polonia, cometiendo crímenes tan atroces como los de los nazis.

La invasión a Checoslovaquia fue el momento donde se selló el destino de la guerra, cuando se pusieron a pruebas las políticas tanto de los países “democráticos” como del stalinismo, demostrando que ninguno de los dos estuvo a la altura para ahorrarle a la humanidad uno de los momentos más atroces de su historia. El resto de los acontecimientos es conocido, y sus consecuencias aún perduran en nuestras sociedades.

German Gómez


[i] “Bonapartismo, fascismo y guerra”, En Fourth International, Vol. I No. 5, octubre 1940.

[ii] “Stalin, el comisario de Hitler”. Socialist Appeal,  11 de setiem­bre de 1939

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