Lo supieron nuestras ancestras: ser mujeres en el mundo laboral es una experiencia muy desigual respecto de los varones. Muchas denunciaron el agravio que significaba estar confinadas a la rueca, ese sinfín doméstico aburrido que parecía una ciudad aparte, como lo planteó Christine de Pizan. Otras mujeres se vieron obligadas desde muy pronto a trabajar en la naciente sociedad industrial -por proyección de la clase social de su marido o su padre-, principalmente en ramas de la industria liviana como las textiles y la alimenticia. Luego las amas de casa, figura emergente de la división sexual del trabajo en la sociedad fabril y a cargo de las tareas reproductivas, debieron salir precipitadas a ocupar los puestos tras la Primera Guerra Mundial, dado el “faltante” de varones. Como se ha denunciado, la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral estuvo lejos de abolir la idea “naturalizada” de que el trabajo doméstico y el cuidado de los hijes nos corresponden.
En un camino marcado por brechas, estancamientos y regresiones, fue bajo los denominados Estados de bienestar cuando las mujeres fuimos llamadas de nuevo a los “albores del hogar”, dado que la mejora de los salarios restauró la función proveedora del padre de familia. Bien se sabe que las campanas volvieron a sonar durante y después de la Segunda Guerra Mundial, cuando proliferaron las campañas de las empresas y los Estados para reclutar mano obra femenina, de uno y otro lado del Muro de Berlín.
La idea del trabajo como liberación e independencia, la “revolución de la píldora”, los electrodomésticos que prometían alivianarnos la carga -y por eso todo el mundo los entendía como regalo para nosotras-, el alza del costo de vida y la caída del salario familiar fueron creando las condiciones para que la participación de las mujeres en el trabajo crezca de forma casi ininterrumpida hasta nuestros días.
Si la historia de las mujeres en el ámbito laboral fue la de un zigzag en el que siempre entrábamos y salíamos por la puerta trasera, desde los años 60-70 en adelante pasó a ser la de un incremento sostenido de proletarización y contratación femenina en todo el mundo.
Brechas de inter- e intragénero en el mundo actual
Nuestra sociedad ya no es la sociedad fabril, pero tampoco pudo dejar de serlo. Desde la máquina de vapor, pasando por el modelo de producción fordista y el pos-fordismo, y aun en la era de los servicios, la especulación financiera, la digitalización y las tecnologías de la comunicación, la posición de la mujer siempre estuvo sujeta a las tendencias de segregación muchas veces descriptas: en campos de trabajo feminizados y de menor jerarquía.
Mientras que en el mundo la clase obrera está lejos de desaparecer, la fisonomía del mercado laboral adquiere las características propias de la nueva era: contratación de mano de obra en forma deslocalizada -mayor en los países asiáticos- y en condiciones de precarización, subcontratación y flexibilidad, por parte de empresas transnacionales y capitales golondrina. El escenario es de mayor extracción de horas-cuerpo dedicadas al trabajo. El dato es que nunca en la historia del capitalismo la clase trabajadora ha estado tan feminizada como ahora: las mujeres representamos hoy más del 40% de la fuerza laboral del planeta, según datos de la Organización Mundial del Trabajo.
Si el concepto de patriarcado es una herramienta para explicar las asimetrías de género en distintas formaciones sociales, modos de producción y épocas históricas (Kate Millett, 1983), la pregunta es cómo se conjugan en la actualidad las relaciones entre un sistema de poder (de opresión y apropiación del cuerpo de las mujeres) y un sistema económico bajo el cual la clase burguesa dominante se apropió de los medios de producción y avanza sobre los bienes naturales y comunes. ¿Qué relación hay entre las condiciones actuales de trabajo del capitalismo y el llamado de algunas empresas a la “participación femenina”? ¿Qué tan real es esa participación?
Por un lado sabemos que el hecho de que las mujeres estén relegadas -por el patriarcado- a las tareas domésticas, permitirá a los capitalistas justificar la sobreexplotación salarial femenina con el argumento de que su trabajo será menos productivo que el de los hombres (debilidad, menstruación, ausentismo por embarazo, lactancia, cuidado de hijos y familiares enfermos). Aún hoy, con competencias y trabajo iguales, las mujeres tienen un ingreso un 20 % menor al de los hombres. He aquí un doble interés para los capitalistas: por una parte, disponen de una mano de obra más barata y flexible -y que todavía provee de un ejército de reserva bastante extendido- y, por otra parte, esto les permite empujar hacia abajo los salarios en su conjunto.
En ese marco, las mujeres deben ser todavía más activas y tituladas, pero sin ser consideradas iguales a los hombres en el mercado laboral. A su vez, han surgido nuevas modalidades de disparidad: la aparición de núcleos duros de desempleo y subempleo femeninos arraigados en ciertos sectores es algo ampliamente naturalizado, situación que crece con el despojo de tierras y bienes comunes perpetrado por el capitalismo extractivista.
Las brechas salariales, la precariedad y el desempleo femenino, la segregación y la división sexual de trabajo adquieren formas diferentes según los países, pero están en todas partes.
A su vez, la mundialización de la economía, la traslocación de empresas, las transacciones especulativas en tiempo real, la concentración de ganancias en países desarrollados y en empresas monopólicas, los procesos de endeudamiento y los ajustes estructurales que recortan salarios, prestaciones laborales y presupuestos de los sistemas de salud y educación, atentan contra todas las formas de vida, sobrecargando a las mujeres en todos los planos: doméstico, cuidado, trabajo.
Se trata de una realidad donde convive la expansión de la actividad y la escolarización femeninas, traducida en el acceso de cierto número de mujeres -en general blancas, cis y bien enclasadas- a profesiones cualificadas, mientras que la gran mayoría de las mujeres subsiste con empleos poco valorados social y económicamente. Este fenómeno es algo novedoso, en el sentido de que observamos una bipolarización: entre las propias mujeres, las brechas se amplían. La denominada brecha intragénero, o sea, la distancia entre los más altos y los más bajos salarios de las propias mujeres, es la más grande en la historia del capitalismo.
Es algo evidente entre países y continentes, en donde mujeres tituladas y cualificadas que tienen cierto éxito (aunque no logren la paridad con los hombres) coexisten con las que se concentran en la categoría de asalariadas y precarizadas en Europa y Estados Unidos y en empleos informales en India, América Latina o África. El aumento del número de mujeres directivas coexiste con el subempleo de las cajeras y el mayor desempleo entre las trabajadoras, los bajos salarios de las trabajadoras pobres, las reducidas pensiones de muchas jubiladas y una desigualdad que aumenta para las migrantes.
Las lógicas de género no neutralizan las lógicas de las clases sociales: las más de las veces las alimentan y refuerzan. Y esta segmentación entre las propias mujeres trabajadoras obedece a las actuales condiciones de producción, donde el mismo establishment enarbola las banderas de la paridad para sectores de privilegio.
El feminismo es con todas o no es
Entender a la lucha feminista como respuesta a la crisis sistémica, a la precarización de la vida y a la barbarización de los lazos sociales es enmarcarla en la dinámica general de la lucha de clases, con la que se articula históricamente. Y esta complejidad nos permite sortear una doble omisión:
- La primera es considerar a la clase obrera como un sujeto abstracto, masculino universal, sin marcas de género. Así lo hace por ejemplo la burocracia sindical que, mientras pega afiches contra la violencia de género, invisibiliza las reivindicaciones de las mujeres en las negociaciones con la patronal.
- La segunda omisión es la de un sujeto femenino indefinido, sin clase, sin geografía, sin cultura de origen, soslayando el hecho de que la mayoría de las mujeres somos trabajadoras, precarizadas y pobres; y que es una trampa reducir nuestros reclamos a los derechos individuales por fuera de la estructura de clases.
La nueva ola feminista es la clave de un proceso de radicalización y politización en el que las trabajadoras -a menudo jóvenes, precarias, mal pagadas, no remuneradas, explotadas y acosadas sexualmente en el lugar de trabajo- están emergiendo como sujetas combativas, transformadoras y objetivamente anticapitalistas. Con desigualdades de país a país, el feminismo madura en un sentido capaz de cuestionar el orden vigente, que aparece como un movimiento de intersección (entre género, clase, etnia), transfeminista y solidario con otras luchas sociales, dentro del cual, para nosotres, la organización de mujeres y disidencias es estratégica para derrotar al patriarcado, y la clase social es el eje ordenador para derrotar este sistema de explotación, que lo refuerza, lo utiliza y le saca beneficio.
En ese marco, el movimiento internacional de mujeres introdujo el mensaje de que es posible rebelarse contra las condiciones de opresión de género y explotación laboral, mensaje que nos revitaliza para pelear por todos nuestros este 8M y en cada experiencia de lucha.
Caro Dome
Fuentes: