Este 12 de octubre se cumplen 528 años de la llegada de Colón a América. Con ella se inició un proceso de expoliación que, hasta el día de hoy, aunque con diferentes actores, continúa.
“Vinieron. Ellos tenían la Biblia y nosotros teníamos la tierra. Y nos dijeron: ‘Cierren los ojos y recen’. Y cuando abrimos los ojos, ellos tenían la tierra y nosotros teníamos la Biblia”[1] Esta cita de Eduardo Galeano, debe ser una de las mejores explicaciones del proceso de colonización iniciado por España en 1492.
Para ubicarnos en el contexto, debemos recordar que el comercio europeo se había visto limitado por la caída de Constantinopla, su principal ruta al oriente, a manos del impero otomano generando una crisis sin precedentes, hasta ese momento, para el sistema feudal y era necesario buscar nuevas rutas de comercio hacia los grandes mercados asiáticos. En esa empresa se embarcó Cristóbal Colón (1451-1506) en un intento de proveerles a las monarquías europeas un nuevo camino hacia el intercambio comercial. Colón arribó a América creyendo que había llegado a “Cipango”[2] ; sin embargo, más temprano que tarde la monarquía española tomaría nota de que las tierras a las cuales habrían de echar el ojo, no eran más que tierras inexploradas. Rápidamente los reyes católicos, haciendo honor a su nombre, acudieron al poder real del feudalismo, la Iglesia. Con su acuerdo, lograron tener el derecho a enviar una seguidilla de “exploradores” los cuales en realidad tenían una misión muy clara, tomar las tierras que podrían darles sobrevida a las monarquías y a la nobleza europea. Para ello se valieron de diferentes herramientas: militares, pero también y muy especialmente culturales y religiosas.
La evangelización de América Latina tenía una reglamentación muy clara, conocida como El Requerimiento, por la cual cuando un avanzado se encontraba con un pueblo americano, debía requerir hablar con algún rey católico. El Requerimiento contenía una declaración que revelaba el verdadero plan de esas misiones: “… Si no lo hicieres o en ello dilación maliciosamente pusieres, os certifico que con la ayuda de Dios entraré poderosamente contra vosotros y os haré guerra por todas las partes y maneras que tuviere y sujetaré al yugo y obediencias de la iglesia y de sus Altezas y tomaré vuestras personas y las de vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos y como tales los venderé y dispondré de ellos como su Alteza mandare, y os tomaré vuestros bienes, y os haré todos los males y daños que pudiere como a vasallos que no obedecen y que no quieren recibir a sus señor y le resisten y contradicen y protesto de los muertes y daños que de ellos se registraren serán a culpa vuestra y no de sus Altezas ni mía, ni de estos caballeros que conmigo vinieron y de cómo lo digo, requiero, pido al presente Escribano que me lo de como testimonio firmado y a los presentes ruego que de ello sean testigo“[3]. Más claro, imposible.
Comienza el saqueo
Esto inició por un lado un largo proceso de genocidio de los pueblos que habitaban estas tierras, y por otro, un proceso de aculturación por parte de los europeos que oprimían a los pueblos imponiendo su religión y sus normas como forma de control, pero principalmente su poderío militar y económico para controlar el territorio usurpando las tierras que pertenecían a los habitantes originarios. Este último elemento, no es una cuestión menor, de hecho, la propiedad de la tierra por parte de los conquistadores se basó en la aniquilación de la gran mayoría de habitantes legítimos de la misma. Es difícil dar un número completamente exacto, pero se estima que la población de América pasó de 70 millones de pobladores en la época precolombina, a sólo 7 millones, 30 años después del comienzo de la conquista.[4] Una reducción del 90%. Este proceso tuvo que ver con la expropiación de tierras y recursos que sumieron en el hambre y la desesperación a esos pueblos, y al mismo tiempo las nuevas urbes españolas que se fueron instalando en el territorio, no sólo ocupaban los espacios, sino que esclavizaban a los sobrevivientes como mano de obra para explotar los mismos recursos que antes les pertenecían.
El sistema español, y más adelante los de portugueses, franceses e ingleses, se valieron de un supuesto derecho divino, pero también y más importante, de una normativa legal que, ante los ojos de los invasores, les daba legitimidad. Esta misma legitimidad con el tiempo se convirtió en el derecho natural de los criollos que heredaron las tierras que sus ancestros habían tomado por la fuerza a los pueblos originarios. Estos mismos criollos terratenientes que se habían establecido como comerciantes y conformaban una incipiente burguesía, frenada por el monopolio español, fueron los que impulsaron una continuidad de esta política, expandiendo sus tierras de producción una vez lograda la independencia americana del control español, aunque hay que aclararlo, viraron hacia la dependencia del poderío inglés que era la potencia y la metrópoli más importante de la época.
La conquista que no se detiene
En la etapa formativa del Estado nacional, desde 1810 hasta 1882, la “cuestión india” mantuvo la misma lógica que había tenido en la etapa de la conquista, las tierras que no estuvieran en posesión de un criollo eran desérticas y, por lo tanto, podían ser ocupadas para expandir el horizonte productivo y civilizatorio. La iniciativa de los hacendados que expandían sus territorios era recompensada con la posesión de la misma, pero solo los grandes terratenientes con posibilidades de armar pequeños ejércitos eran los que emprendían la conquista –de igual manera que siglos antes hicieran los españoles- y de esta manera quienes mucho tenían, aún más ganaban.
El punto álgido de esta política lo podemos encontrar en la llamada “conquista del desierto” en 1879. Denominación completamente contradictoria; ya que si hubiera un desierto no se lo conquista, se lo ocupa, y si está ocupado, no es desierto. Esta campaña impulsada en el contexto del modelo agro-exportador por el propio Estado nacional, mediante las fuerzas armadas del general Julio A. Roca, y en función de la necesidad de controlar el territorio y expandir una vez más el poderío económico de la frontera productiva, inició una cruzada militar contra el último territorio controlado por los pueblos originarios en lo que hoy es Argentina: la Patagonia. Al mismo tiempo, algo menos recordada por su menor escala, se inició una campaña en el Chaco para tomar los territorios de lo que hoy son las provincias de Chaco y Formosa.
Como consecuencia, la posesión de la tierra quedó en manos de los grandes terratenientes porteños, quienes en algunos pocos casos comenzaron a explotar las tierras con ganado ovino y en su gran mayoría sólo mantuvieron la posesión de manera improductiva esperando que su valor creciera[5]. En el caso del Chaco, por la dificultad para la burguesía terrateniente de explotarlas, fueron entregadas al conglomerado inglés The Forestal Land, Timber and Railways Company Limited, más conocida en nuestro país como “La Forestal”. El Estado había financiado el genocidio de los pueblos originarios, para entregárselo a las familias más ricas del país y a empresas extranjeras. A tal fin se otorgó un nuevo marco de legalidad a la posesión de la tierra por parte de los sectores poderosos tanto nacionales como internacionales, al igual que lo había hecho la iglesia católica en la época de la conquista.
La posesión de la tierra en la actualidad
La cuestión de la propiedad de la tierra no es un debate terminado. En América Latina, desde Chiapas hasta la Patagonia, los pueblos originarios resistentes a más de cinco siglos de dominación, explotación y humillaciones, siguen reclamando las tierras que les pertenecen. El capitalismo ha pegado un salto cualitativo y no sólo esa usurpación de las tierras se sostuvo a lo largo del tiempo, sino que se extranjerizaron tanto las tierras como los recursos y al mismo tiempo se ligaron a modelos extractivistas contaminantes y destructivos de la naturaleza. Los Estados capitalistas sostienen con leyes ilegítimas este modelo, justificando la concentración de la tierra y la exclusión de miles de trabajadores rurales y pequeños campesinos.
También en las ciudades, con los grandes emprendimientos inmobiliarios que se esconden detrás de los incendios de Córdoba, o en la localidad de Guernica en la provincia de Buenos Aires, donde cientos de trabajadores reclaman por tierra para vivir, como consecuencia de la desigual posesión de la misma. Los conflictos por la tierra y la disputa por su propiedad en la actualidad, surgen desde la ilegitimidad en su apropiación por parte de los colonos primero, los criollos que las heredaron y concentraron después, y las grandes multinacionales que explotan los recursos hoy. Porque como desarrollamos en esta nota, desde la etapa de la conquista hasta nuestros días, los poderes económicos se sirvieron del poder político y del Estado para garantizar sus propios intereses, sumiendo a la inmensa mayoría de la población a sus modelos productivos de exclusión y miseria.
Este debate está más vivo que nunca, el debate de la propiedad de la tierra y el rol del Estado como garante de una injusticia histórica con los pueblos americanos y con los trabajadores, el del modelo productivo y de economías centralizadas o economías expoliadoras, como dice la canción de León Gieco: “cinco siglos igual”
Notas
[1] Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina
[2] Nombre antiguo que se le daba a las islas de Japón
[3] Consejo general de Indias, biblioteca digital, Notificación y requerimiento
[4] Nicolás Sánchez Albornoz, La población de América Latina
[5] Pigna Felipe, Los mitos de la historia argentina 2